Asfaltar Bolivia

Se llaman gobiernos revolucionarios, de izquierdas, populares, indígenas… pero son más de lo mismo. Deciden cómo tiene que vivir la gente; deciden lo que necesita el pueblo; deciden lo que es pobreza y lo que es riqueza; deciden que lo que hace falta es progresar, ser modernos, desarrollarse… A estro se le empezó a llamar «Despotismo Ilustrado» hace algunos siglos… Y seguimos instalados en él.

El gobierno de Evo Morales quiere sacar de la pobreza  a su pueblo, porque para ellos vivir en un choza de paja, sin electricidad, ni teléfonos, ni televisión, es ser pobre. Quiere llevar el progreso y el desarrollo a los pobres indígenas…

Evo Morales forma parte del plan globalizador que pretende asfaltar el mundo entero para acabar con la pobreza de quienes no se sienten pobres y llevarles la riqueza de quienes son pobres de verdad.

 

 

La ideología del Progreso en Latinoamérica

Las palabras “progreso”, “desarrollo” y “modernización” en el mundo capitalista, o sea, en el mundo, son la corteza ideológica de la acumulación de capitales y el crecimiento económico; configuran el discurso de la clase dominante puesto que ellas son su eje vertebrador. En América Latina, mientras imperó el modelo agro-exportador neocolonialista y gobernaron las oligarquías que se beneficiaban de él, tales conceptos tuvieron un significado claro: el progreso era progreso de los otros, del capitalismo exterior. El desarrollo mundial de las fuerzas productivas se concretaba en subdesarrollo local y la capitalización exterior, en una descapitalización interior. Mientras dominaron los terratenientes latifundistas y la burguesía comercial, la inmensa “riqueza” de la tierra, es decir, el precio de sus recursos en el mercado mundial, equivalía a la pobreza más abyecta de la mayoría de sus habitantes, proletarizados a la fuerza y bajo la amenaza permanente de la desocupación. A falta de una clase media floreciente y de una burguesía local emprendedora, la industrialización fue tardía, escasa y deficiente. Entre tanto, el papel de la tecnología en el desarrollo económico adquiría una importancia creciente y la clase dirigente latinoamericana tenía que importarla trasfiriendo su coste a la masa asalariada. El sistema hacía aguas y se sumergía en crisis sociales intensas. La paradoja de un capitalismo imperialista enemigo de un desarrollo capitalista local dio lugar a la formación de un nacionalismo resistente, curiosamente representado por políticos conservadores y dictadores militares que se significaron en el aplastamiento de un movimiento obrero independiente, de un campesinado combativo y de una clase media radical en horas bajas. El programa industrializador y desarrollista de la casta militar usaba el Estado como agente principal, tratando de desempeñar la función histórica que no tuvo la burguesía.

El Estado debía romper la “dependencia” político-económica exterior, reforzando bancos nacionales y levantando barreras proteccionistas, aunque sin lesionar ni los intereses caciquiles sobre los que se sostenía, ni contrariar la geoestrategia del capital estadounidense. En un pulso desigual, el imperialismo norteamericano se impuso y la vía “prusiana” autoritaria de desarrollo capitalista fue la que predominó durante la fase globalizadora: el Tesoro americano, la Banca Mundial y el Fondo Monetario Internacional, fueron las instancias que perfilaron sin discusión las políticas económicas de Latinoamérica basadas en la estabilidad macroeconómica y la inversión exterior, al menos hasta finales de los noventa. Los exiguos logros de la globalización permitieron el acceso de la población urbana a las migajas obtenidas con la explotación del territorio y la terciarización, pero el principal fruto que el desarrollismo desregularizador y neoliberal había desarrollado era una burocracia depredadora y corrupta cuya gestión arruinó a las nacientes masas consumidoras, empujándolas a la emigración y desestabilizando un país tras otro. En ese contexto emergen nuevas fuerzas sociales de perfil socialpopulista que amparándose en las estructuras políticas vigentes llegarán al poder. A pesar del lenguaje izquierdista a la antigua usanza, no pretenden abolir capitalismo mediante una “revolución” socialista. Dichas fuerzas, producto de la evolución de las clases en la última fase capitalista, tratan en realidad de estimular la creación de capitales desde una óptica reindustrializadora y neoextractivista. El Estado vuelve a ser el instrumento de un despegue económico y tecnológico capaz de repartir beneficios y dotarse de una amplia base social. La nueva burocracia es progresista, ya que la componen dirigentes de los recientes movimientos sociales, viejas figuras de los antiguos y tecnócratas de vanguardia; también es el agente actual del desarrollismo, hoy muy dependiente del capital financiero, y el adalid del progreso material entendido como alta capacidad de consumo de mercancías.

Es evidente que el “desarrollo” de la economía es fundamental para la buena marcha de una sociedad sometida a las leyes del mercado mundial, y éste parece depender ante todo de la explotación de recursos mineros, madereros, acuíferos, narcóticos, agrícolas y petroleros. Parece que no haya más alternativa que la desintegración de las viejas estructuras ligadas a formas obsoletas de capitalismo o la destrucción del territorio y la desintegración de las comunidades supervivientes. La nueva clase dirigente intenta entonces imponer un modelo extractivo basado en la explotación del patrimonio natural como motor principal de crecimiento. Reproduce pues el viejo modelo exportador, pero con la novedad de reinvertir parte de las ganancias en los sectores de la población sobre todo campesina que permanecían al margen del mercado, hecho que les hacía merecer la categoría de “pobres”, recurriendo al crédito con el objeto de integrarlos en el mercado y de pasada legitimarse. Según los cánones progresistas, el “bienestar” se concreta en la posesión de objetos fetiche como automóviles, electrodomésticos, ordenadores y teléfonos portátiles, en el uso de pesticidas y cartillas bancarias, o en la compra en grandes superficies, exactamente el tipo de miseria caracterizada por la abundancia de mercancía inútil que prolifera en los países enteramente capitalizados. El Progreso, bandera de la nueva clase, no es más que la industrialización del territorio y la monetarización de toda la actividad social. Así pues, los modos de vida tradicionales, agrarios, colectivistas, han de sucumbir ante el modo de vida moderno, consumista, individualista y depredador, para que el sistema económico se mantenga y la burocracia extractivista se consolide.

En América Latina, los Estados son ahora la pieza clave de la globalización, de cuyas infraestructuras se encargan sus gobiernos. Las carreteras, las represas, las urbanizaciones y las centrales eléctricas preparan y acondicionan el territorio para la penetración de la economía: se encargan de “vertebrar y articular el país”, es decir, facilitan la transformación del territorio en capital. Dicho proceso es indiferente a las necesidades reales de la población y a los impactos medioambientales, pues persigue objetivos meramente capitalistas. Y precisamente las comunidades indígenas, no contaminadas por el Progreso se yerguen como baluarte de la barbarie desarrollista, pagando el precio de la criminalización de su protesta, de los vejámenes policiales y del soborno de sus representantes. La defensa del territorio no es simplemente una resistencia a la expropiación, es una defensa de la identidad, de la cultura, del patrimonio ancestral. Por eso se convierte en faro de las masas urbanas colonizadas, atrapadas en modos de vida neuróticos, frustrantes y despersonalizados, reprimidos, infelices y extremadamente dependientes. La idea de Progreso cobra en las periferias metropolitanas, en las conurbaciones parásitas, un sentido tanto o más macabro que en los proyectos faraónicos insensatos con que la nueva casta progresista castiga al territorio. Las luchas no se detienen en regatear servicios estatales, reclamar más créditos o exigir más puestos de trabajo, reivindicaciones que limitan los movimientos urbanos. Son luchas antiestatales y anticapitalistas, reclaman el derecho a ignorar al Estado-Capital y vivir al margen de él. Precisamente lo que en la época de su fusión completa con el Capital ningún Estado puede tolerar.

Argelaga, 12 de marzo de 2015