Artículo publicado en: http://www.ub.edu/geocrit/sn/sn119-2.htm
CONFIGURACIÓN Y CRISIS DEL MITO DEL TRABAJO
José Manuel Naredo
Universidad Politécnica de Madrid
La noción actual de trabajo no es una categoría antropológica ni, menos aún, un invariante de la naturaleza humana1. Se trata, por el contrario, de una categoría profundamente histórica. El trabajo, como categoría homogénea, se afianzó allá por el siglo XVIII junto con la noción unificada de riqueza, de producción y la propia idea de sistema económico para dar lugar a una disciplina nueva: la economía. La razón productivista del trabajo surgió y evolucionó, así, junto con el aparato conceptual de la ciencia económica. En esta comunicación se pasará revista a esta evolución revelando, en este caso, la conexión entre ciencia, ideología y sociedad y entre el lenguaje científico y el lenguaje ordinario, que reviste particular importancia en las ciencias sociales. De esta manera, al situar en amplia perspectiva la razón productivista del trabajo, podremos relativizarla y criticarla. El plan de la exposición será el siguiente. En una primera parte se pasará revista a los valores, concepciones y modos de vida que predominaron en las sociedades humanas antes de que se extendiera la idea actual de trabajo. En una segunda parte se analizará el caldo de cultivo ideológico en el que nació la razón productivista del trabajo, que acabó configurando tanto al cuerpo social como al comportamiento individual en la actual civilización. En una tercera parte, se pasará revista a los hechos que están provocando la crisis conjunta de la función productivista y social que se le venía atribuyendo al trabajo en nuestras sociedades. Por último se apuntarán las perspectivas que tal crisis ofrece.
Antes de que se inventara el trabajo
Las llamadas «sociedades primitivas» ofrecen un primer ejemplo de sociedades no estructuradas por el trabajo. La antropología ofrece hoy abundantes materiales2 que muestran que en estas sociedades la noción de trabajo no tiene ni el soporte conceptual ni la incidencia social que hoy tiene en la nuestra. En primer lugar, se observa que su lenguaje carece de un término que pueda identificarse con la noción actual de trabajo: o bien cuentan con palabras con significado más restringido (que designan actividades concretas) o mucho más amplio (que puede englobar hasta la actitud pensante o meditabunda del «chaman»). No existe en ellas una distinción clara entre actividades que se suponen productivas y el resto. Como tampoco atribuyen una relación precisa entre las actividades individuales que conllevan aprovisionamiento o esfuerzo y sus contrapartidas utilitarias o retributivas, habida cuenta que entre ambos extremos se interponen relaciones de redistribución y reciprocidad ajenos a dichas actividades. Por otra parte las actividades directamente relacionadas con el aprovisionamiento y la subsistencia ocupaba en estas sociedades un tiempo muy inferior a la jornada laboral actual3.
Lo cual indujo a Marshall Sahlins a hablar de «Edad de Piedra, Edad de abundancia» (como reza el título de la traducción española de su libro antes citado) para resaltar que «la escasez no es una propiedad intrínseca de los medios técnicos, sino que su percepción nace de relacionar medios con fines» y que los medios técnicos de que disponían las «sociedades primitivas» les permitían cubrir con mucha más holgura sus fines de lo que ocurre en las actuales sociedades «tecnológicas», estando por lo tanto aquellas más cerca de la abundancia que éstas. Ello se debe sobre todo a que en las sociedades cazadoras y recolectoras no existía el afán de acumular riquezas o excedentes que se observa en la nuestra: para ellas los stocks de riquezas estaban en la naturaleza y no tenía sentido acumularlos, ni era posible acarrearlos. La acumulación empezó a tomar cuerpo en forma de trofeos (y, muy particularmente, de esclavos) que acreditaban las hazañas militares y, con ello, el prestigio social de los antiguos jefes de bandas de caza. Surgió así el desprecio que el temperamento aristocrático otorga a las tareas rutinarias más comunes, tendentes a asegurar la intendencia diaria, que fueron quedando a cargo de mujeres o esclavos.
Tras el largo paréntesis del neolítico, las sociedades con Estado acabaron afianzando y extendiendo la forma de proceder antes apuntada, tendente a segregar actividades y personas serviles. Entre éstas la Grecia clásica ofrece un segundo ejemplo de sociedad no estructurada por el trabajo de especial interés para nuestros efectos. Tampoco existía en ella una palabra equivalente a la noción actual de trabajo. La palabra ponos servía para designar una actividad penosa, pero no establecía una correspondencia biunívoca con la obra (ergon), ni podía englobar el listado tan variopinto de actividades que abarca la noción actual de trabajo, como si de algo homogéneo se tratara. Tampoco existía otra palabra para designar ese conjunto homogéneo que actualmente vincula tareas relacionadas con la obtención y el abastecimiento de bienes y servicios, con la realización personal y la relación social. Existía una visión atomizada de las actividades, que suscitaban valoraciones sociales distintas. Pero no era tanto la manualidad o el esfuerzo exigido por las actividades lo que hacía calificarlas de serviles o degradantes, sino el carácter dependiente de quienes las practicaban. Se consideraban actividades libres aquellas que se realizaban por el placer mismo de ejercitarlas y no por finalidades o contrapartidas ajenas a ellas mismas, como podía ser la dedicación a la filosofía, la política, las artes… o el deporte y las artes marciales. A la vez que se estimaba indigno del hombre libre desarrollar sus capacidades para obtener una ganancia. Por ejemplo, se consideraba servil la actividad de bailarines o atletas profesionales, por muy admirable que fuera su destreza. Al igual que las tareas realizadas por esclavos en general, o por mercenarios asalariados, porque dependían de un amo, y también en menor medida las de los artesanos o los mercaderes (guiados por fines lucrativos) aunque realizaran tareas para el conjunto de la sociedad.
Hemos de recordar que «la mayoría de las sociedades esclavistas poseen un vocabulario amplio que cubre diversas condiciones de servidumbre que ya no tienen equivalente en nuestras lenguas y que reflejamos uniformemente por ‘esclavo'»4: hoy solemos considerar la «esclavitud» como una categoría homogénea de dependencia que acostumbramos a anteponer a aquella otra del «trabajo asalariado». Se ignora, por ejemplo, que había hombres libres que se esclavizavan voluntariamente con ánimo de mejorar su situación, al ponerse al servicio de personas ricas, cultas e influyentes esperando participar en alguna medida de su poder, riqueza, protección, etc. Así, muchos administradores del Imperio Romano eran esclavos del emperador o de los potentados de la época, especificándose jurídicamente relaciones de fidelidad y dependencia absolutas que, de hecho, se han seguido produciendo en el mundo de la política y de la empresa, sin respaldo jurídico formal. Por otra parte, en las sociedades precapitalistas la esclavitud no fué una relación tan generalizada y determinante como comunmente se piensa: incluso en el agro de la Roma Imperial los campesinos libres solían predominar sobre los esclavos. Sin embargo, escapa al propósito de este artículo hacer una exposición detallada de las relaciones sociales que tenían lugar en las sociedades llamadas precapitalistas.
Hay que advertir que en la Grecia clásica no había la acumulación de fortunas que después se observó en el Imperio Romano. Según Platón, las familias más ricas no llegaban a tener medio centenar de esclavos. En Atica venía a haber unos tres esclavos por cada persona libre, dedicándose por término medio dos tercios de ellos a la agricultura, las minas y canteras, las artesanías o el transporte, y el tercio restante a tareas domésticas o de compañía. Debe llamar a reflexión la paradoja de que, en la antigua Grecia, con tres esclavos por persona, los ciudadanos libres conseguían evitar las tareas serviles e incluso pretendían escapar con éxito, de acuerdo con varios pensadores de la época, del reino de la necesidad, mientras que hoy, en nuestro país, utilizamos una energía equivalente a más de treinta «esclavos mecánicos» per cápita y nos sentimos cada vez más empeñados en realizar un trabajo dependiente: es como si necesitáramos esclavizarnos cada vez más para comprar los servicios de un mayor número de esclavos o acumular las riquezas necesarias para ello.
La evolución del lenguaje refleja la generalización por todo el cuerpo social de relaciones de trabajo dependientes que en otro tiempo se veían como un atentado a la dignidad del hombre libre: en el griego moderno la palabra dulia significa trabajo en general, como transposición directa de la palabra esclavitud (duleia) en el griego antiguo.
En Roma siguió predominando el desprecio por las tareas ordinarias y generalmente penosas, relacionadas con la subsistencia y el abastecimiento. Pero también este desprecio enraizaba en el carácter dependiente que solía acompañar a esos trabajos. Así, como especifica Cicerón, «cuanto tenga que ver con un salario es sórdido e indigno de un hombre libre, porque el salario en esas circunstancias es el precio de un trabajo y no de un arte;… todo artesanado es sórdido, como también lo es el comercio de reventa»5. No en vano trabajar y trabajo proceden de tripaliare y de tripalium, sustantivo que designa en latín un potro de tortura dotado de tres palos. Subrayemos que la otra acepción que recoge la noción actual de trabajo, la de labor, no se asociaba biunívocamente al opus, ya que se pensaba que la obra podía ser también fruto de la naturaleza o del ocio creador (otium). Así, no se mantenía la actual dicotomía ocio-trabajo, como hoy ocurre al otorgar al ocio un sentido totalmente improductivo y parasitario frente al trabajo como única fuente de creación. El problema estriba en que hoy se habla de ocio (y de trabajo) como si el significado de estas palabras hubiera sido siempre el mismo y otorgando a los puntos de vista hoy dominantes una universalidad de la que carecen. Cuando si había alguna constante en la Antigüedad era el desprecio por aquellas tareas dependientes y generalmente forzadas por la necesidad, que no se practicaban por el placer mismo de hacerlas, sino por sus retribuciones o contrapartidas utilitarias, tareas que hoy, por lo general, se engloban bajo la denominación de trabajo. El gran historiador Herodoto indicaba, confirmando estos extremos, que no podría afirmar que los griegos hubieran recibido de los egipcios el desprecio por el trabajo, por cuanto ese mismo desprecio por las relaciones de dependencia y por lo que los romanos llamaron después las «artes sórdidas», lo había apreciado también «entre los tracios, los escitas, los persas y los árabes»6.
En consonancia con lo anterior, las fiestas de los antiguos griegos y romanos era muy numerosas, al igual que las de otros pueblos de la Antigüedad. Celebraban la vuelta de las estaciones del año y los dioses que las personificaban, variando su carácter según el motivo de la celebración, oscilando entre las más graves dedicadas a Ceres o a Minerva, hasta el proverbial regocijo con que se vivían las «bacanales», después de la vendimia. Se celebraban también las Noemías, o primer día del mes lunar, los juegos Olímpicos y los diversos aniversarios memorables, que variaban según las ciudades. Y, recordemos que «los esclavos libraban los días festivos (…) al igual que las bestias de carga, de tiro y de labor»7.
En principio, el cristianismo hizo también suyo el desprecio por lo que hoy grosso modo denominamos trabajo: se tomó como castigo fruto de una maldición bíblica y no como un objetivo ni individual ni socialmente deseable, máxime cuando se propugnaba el despego hacia los bienes terrenales, presente en la Europa cristiana medieval. Por otra parte, tampoco existía en la Edad Media una visión unificada de las actividades que hoy llamamos productivas. Por ejemplo, en el siglo XIV, Duns Scoto establecía al menos tres grupos de actividades que requerían una consideración diferente. Por orden de valoración social decreciente estos grupos eran los de los aportatores, que aportaban la materia tomada de la madre-naturaleza para ser utilizada de forma más o menos mediata por los hombres, la de los inmutatores o melioratores, que hacían mudar la sustancia perfeccionándola con su actividad, y la de los conservatores, que comerciaban con, o trasegaban, la sustancia sin modificarla. Clasificación que, con ligeros retoques, se mantuvo hasta el advenimiento de la ciencia económica durante el siglo XVIII y que impregnaba todavía a los primeros formuladores de ésta.
Los planteamientos mencionados en el párrafo anterior se plasmaron también en el progresivo aumento de las fiestas religiosas, que llegaron a ocupar cerca de la mitad de los días del año en muchos de los pueblos de la Europa cristiana medieval: existen evidencias que muestran que incluso en las comunidades más atrasadas de Europa Central, se celebraban 182 fiestas al año 8. También debe de mover a reflexión la paradoja de que los calendarios laborales de los países de la Unión Europea ofrecen hoy día un número de días de fiesta muy inferior. Si tomamos como festivos todos los sábados y domingos del año y un mes de vacaciones (22 días laborables) tenemos un total de 126 días feriados, a los que hay que añadir las fiestas singulares de cada país. Curiosamente éstas sólo son 8 días al año en los países originariamente más dominados por el protestantismo y el calvinismo, mientras que todavía son 14 días en las más católicas España, Bélgica e Italia, totalizando así entre 132 y 140 días de fiesta. Esta información sobre los calendarios teóricos hay que cotejarla con datos sobre las horas realmente trabajadas por persona al año, que en ocasiones superan las previsiones de los calendarios, culminando en Gran Bretaña e Irlanda, donde rozan las 2.000, tras haber aumentado en los últimos años 9.
El cristianismo contribuyó también activamente a facilitar esta inflexión hacia el recorte de las fiestas, al proponer una creciente veneración del trabajo, que se fue imponiendo con el tiempo, junto al predominio del capitalismo. Esta inflexión en los hechos se apoya en otra inflexión en el pensamiento que no podemos más que esbozar aquí. Cabe buscar vestigios de esta inflexión en autores como San Agustín, que empieza a romper la antigua separación conceptual entre trabajo y obra, al utilizar el mismo término trabajo para designar una obra. O en el reconocimiento de Santo Tomás de que puede ser lícita la búsqueda de lucro de los mercaderes si retribuye a su propio trabajo en una función útil para la sociedad. Pero será sobre todo la regla Ora et labora, de San Benito, la que se empezó imponiendo en los monasterios, para afectar después al conjunto de la sociedad.
La búsqueda de la salvación por el trabajo u otras prácticas ascéticas y mortificatorias utilizadas por ciertas órdenes monásticas medievales, fue retomada después por Lutero y Calvino, por contraposición al cristianismo de los primeros tiempos, cuyas posiciones respecto al trabajo no diferían en lo esencial de las de los griegos y los romanos. El capitalismo naciente vio con buenos ojos las alabanzas a la vida «ordenada» por el trabajo y la regimentación monástica y militar. El toque de las campanas en los monasterios y de las trompetas en los campamentos y cuarteles, pronto se vería imitado por la sirena de las fábricas para que, por primera vez en la Historia, los hombres se levantaran al unísono, como dirigidos por un jefe invisible, para someterse a través del reloj al ritmo prefijado del proceso económico. En el siglo XVI, a la vez que las campanas de los relojes empezaron a sonar cada cuarto de hora, el trabajo se erigía en valor supremo al que debía plegarse la existencia del hombre. Se trataba de un trabajo abstracto y homogéneo, medible en unidades de tiempo, cuyo ritmo no debía perturbarse. El gran número de días festivos entonces existente empezó a parecer una desgracia: el despilfarro de un tiempo robado al trabajo. Así se identificó trabajo con actividad y se atribuyó al ocio un carácter meramente pasivo y parasitario, torciendo el significado antiguo de esta palabra, que se refería también a un ocio activo y creador: se pensaba que la simple actitud contemplativa permitía impulsar la actividad del pensamiento en todas sus manifestaciones, mientras que el trabajo penoso acostumbraba a frenarla. En suma, que se acabó imponiendo el nuevo evangelio del trabajo, según el cual se podía servir a Dios trabajando, al Estado, e incluso al individuo mismo.
Desde el punto de vista de los hechos, la antigua escalada festivo-religiosa se truncó al menos desde mediados del siglo XVII. Con la bula del papa Urbano VIII, Universa per orbe (1642), se produjo la primera reducción significativa de las fiestas de precepto, a la que seguirían otras muchas. Una de las últimas fue la que eliminó en nuestro país, en 1977, las fiestas de la Asunción y de San Pedro y San Pablo, que motivó un artículo mío sobre la «necrología de las fiestas» en Cuadernos para el Diálogo. En efecto, la eliminación de estas festividades refleja el sostenido afán de evitar interrupciones «estériles» en el tiempo de trabajo que, unido a la secularización progresiva de la sociedad, fue dando al traste con fiestas como las de San Juan Bautista, San Lorenzo, la Visitación, la Santa Cruz, el Día de Difuntos, los segundos y terceros días de las tres pascuas, etc., etc. Proceso al que la Iglesia no dudó en añadir las antes indicadas de la Ascensión, que ocupaba un lugar en la liturgia por lo menos desde San Eusebio (260-340), y la del martirio de los santos Pedro y Pablo, que ya era festejada con octava en tiempos del Papa San León (460-461). Aunque estos recortes de fiestas religiosas se suplieron, en parte, con la aparición de nuevas festividades y celebraciones civiles, el saldo neto fué obviamente negativo, como evidencian los 130-140 días feriados (incluidas vacaciones) que observan los calendarios laborales de los países de la Unión Europea, muy inferiores a los del calendario cristiano medieval.
El nacimiento de la razón productivista del trabajo
Podrían resumirse de la siguiente manera las líneas maestras del contexto que hizo prosperar la razón productivista del trabajo. En primer lugar, se tuvo que extender entre la población un afán continuo e indefinido de acumular riquezas, a la vez se levantaba el veto moral que antes pesaba sobre el mismo. En segundo lugar, hubo de observarse un desplazamiento en la propia noción de riqueza, que posibilitara tal acumulación. En tercer lugar hizo falta que el hombre se creyera capaz de producir riquezas. Y, por último, que se postulara que el trabajo era el instrumento básico de esa producciónde riquezas. Pasemos revista al cumplimiento de estos requisitos antes inexistentes.
La extensión del afán de acumular riquezas hay que integrarlo en el desplazamiento general de ideas que se observó tras el Renacimiento, que no es cosa de detallar aquí. Valga decir que con él se divulgó, en una atmósfera de optimismo, la búsqueda de libertad y de placer, a la vez que se debilitaban las barreras de clase, anteriormente consideradas infranqueables. La voluntad de satisfacer los apetitos más voraces de poder y de dinero, antes proscritos, empezó a considerarse como algo normal, e incluso saludable. Este giro en la forma de ver la cosas culminó con La fábula de las abejas, de Mandeville (1729), cuyo subtítulo asocia los «vicios privados al bien público». La fe en la existencia de mecanismos automáticos que, por obra y gracia del mercado, reorientaban el egoísmo individual en beneficio de la colectividad, se plasmó en la famosa «mano invisible» de Adam Smith. La confianza en el mercado como panacea vino a sustituir a la que anteriormente se depositaba en la Divina Providencia: ambas prometían llevar a los hombres por el buen camino siempre que respetaran sus reglas. Y, dando por sentado que todos los individuos reaccionaban como mercaderes, al estar espoleados «desde la cuna hasta la tumba» por el deseo de hacer fortuna, Smith concluyó que podía considerarse a la sociedad en su conjunto como «una sociedad mercantil».
En lo que concierne al desplazamiento en la noción de riqueza, hay que tener bien presente que en las sociedades precapitalistas predominaba una visión diversificada de la misma que, al otorgar un claro predominio a los bienes raíces, limitaba la posibilidad de que la meta de acumular riqueza se extendiera al conjunto de la población. Para que esto fuera viable hizo falta que se cambiara la propia noción de riqueza, recortándose la importancia que en ella tenían los bienes raíces, antes ligados al poder sobre los hombres, a la vez que se daba más importancia a la riqueza mobiliaria y a los valores pecuniarios. Esto se produjo, como señala Louis Dumont (1977), cuando, con la crisis del feudalismo, «al romperse el vínculo entre la riqueza inmobiliaria y el poder, la riqueza mobiliaria devino plenamente autónoma, no sólo en si misma, sino como forma superior de la riqueza en general (…); en suma, se vio emerger una categoría autónoma y relativamente independiente de la riqueza. Solamente a partir de aquí pudo hacerse una distinción clara entre lo que llamamos ‘político’ y aquello que denominamos ‘económico’. Distinción que no conocían las sociedades tradicionales». Fue, por lo tanto, al considerar la riqueza expresable en dinero, como se posibilitó que se generalizara entre los individuos el afán de acumularla.
Originariamente no se pensaba que el hombre fuera capaz de producir nada: se creía que sólo Dios era capaz de hacerlo, sacando algo de la nada, por lo que las riquezas se consideraban fruto de un maridaje entre el Cielo y la Tierra. Aristóteles recogía este punto de vista en su De animalibus, cuando sostiene que «la Tierra concibe por el Sol y de él queda preñada, dando a luz todos los años». Se pensaba que los hombres podían, todo lo más, propiciar este maridaje dando al trabajo un sentido ritual y una apreciación cualitativamente diferente según tareas y actividades, hoy inexistente. Pero no se consideraba realista pensar que los hombres pudieran acrecentar de modo significativo y duradero los rendimientos de la Madre-Tierra. Viéndose, así, el juego económico del intercambio, los precios y el dinero como un juego de suma cero en el que las ganancias de unos eran realizadas a costa de los otros. Y de ahí que, al ocupar la distribución un lugar central en este proceso de adquisición de riqueza, la reflexión estuviera íntimamente ligada a la moral y tuviera plena cabida en los manuales de confesores, que incorporaban sendos tratados el tema, como ejemplificó la importante Summa de tratos y contratos, que compuso Fray Tomás de Mercado en 1571.
Sin embargo, el afán originario de colaborar con la naturaleza (y de imitar su obra) se fue desacralizando con el advenimiento de la economía y de la moderna ciencia experimental y desplazando hacia el empeño de sustituirla por mecanismos o procesos artificialmente diseñados al efecto. A la par que la idea originaria del Cielo como principio activo fecundante de la Tierra-Madre, dio entrada a otro ingrediente igualmente activo y masculino, el Trabajo, más en línea con la creencia en las posibilidades ilimitadas del homo faber sobre la que se apoyaba el nuevo antropocentrismo que sustituyó al antiguo de orden religioso. En los albores de la ciencia económica William Petty formuló como base de ésta la «ecuación natural» según la cual «la Tierra era la madre y el Trabajo el padre de la riqueza».
Con Smith, Ricardo,…y Marx, el Padre-Trabajo pasó de colaborar en las actividades productivas de la Madre-Tierra, a erigirse en el principal factor de producción de riqueza e incluso el único, en la medida en la que se supuso que la Tierra misma era sustituible por el Trabajo. La consolidación de una categoría unificada de Trabajo se operó junto con las de Producción y de Riqueza, a base de considerarlas todas ellas expresables en unidades pecuniarias homogéneas. Lo cual facilitó envolturas científicas a la mencionada razón productivista del trabajo, que se extendió por todos los confines con la ayuda tanto del capitalismo como del socialismo de corte marxista. Resulta significativa, a este respecto, la frase con la que Smith inicia ese tratado fundacional de la economía que fué su (Investigación sobre la naturaleza y causas de la) Riqueza de las Naciones (1776): «el trabajo anual de cada nación es el fondo que la surte originalmente de todas las cosas necesarias y útiles para la vida que se consumen anualmente en ella».
La obra de Marx reforzó de modo significativo la evolución de las ideas que acabamos de describir. En efecto, por una parte, Marx consideró esa noción unificada de trabajo como una categoría universal, como una invariante de la naturaleza humana aplicable a cualquier tipo de sociedad, contribuyendo así a su generalización con pretensiones antropológicas más amplias de las que imaginaron los padres de la «economía política». Por otra, llevó hasta el final el desequilibrio que produjeron los economistas clásicos en la «ecuación natural» de Petty, al relegar a la Madre-Tierra al papel de mero objeto pasivo y dominado que se ofrece sin contrapartida a las veleidades depredadoras y supuestamente productivas del padre Trabajo, suscribiendo así la teoría del valor-trabajo. De esta manera, pese a las matizaciones introducidas sobre el tema de la «alienación», el marxismo fue de hecho una especie de caballo de Troya, que introdujo entre las filas de los oprimidos el evangelio del progreso, basado en el respeto beato e indiscriminado de la ciencia, la técnica, la producción y el trabajo, que ha venido preconizando la civilización industrial. Y muy particularmente contribuyó a divulgar, con envolturas de ciencia liberadora, las categorías básicas del pensamiento económico acuñadas por la «economía política»10.
También interesa resaltar el cambio de actitud frente a las innovaciones ahorradoras de trabajo entre la antigüedad y la modernidad que inaugura la obra de Smith antes citada. Para ello propondremos primero unos versos en los que Antipater de Tesalónica, contemporáneo de Cicerón, cantaba a los nuevos molinos de agua, que sustituían los trabajos de molienda (generalmente realizados al alba por mujeres armadas de mazos de madera y cuencos o “molinos” de piedra): «Dejad de moler ¡oh! vosotras, mujeres que os esforzáis en el molino; dormid hasta más tarde, aunque los cantos de los gallos anuncien el alba. Pues Demeter ordenó a las ninfas que hagan la tarea de vuestras manos y ellas, saltando a lo alto de la rueda, hacen girar su eje, que con sus rayos mueve las pesadas y cóncavas muelas de Nisiria. Gustemos nuevamente de la vida primitiva aprendiendo a regalarnos con los productos de Demeter sin esfuerzo» 11. Bien distinta es ya la actitud de Adam Smith frente a las ventajas que supone la división del trabajo, que ilustra con el ejemplo de la fábrica de alfileres: no se congratula del enorme ahorro de trabajo que permitiría esta división de tareas para obtener una misma cantidad de alfileres, sino del «considerable aumento que un mismo número de manos puede producir en la cantidad de obra» (A. Smith). Lo que apunta el devenir de los acontecimientos que nos ha llevado a la presente situación: los inventos ahorradores de trabajo, en vez de aprovecharse para liberar a las personas de tareas penosas y reducir el calendario laboral a la mínima expresión, han servido para acentuar la dicotomía entre trabajo y paro.
La crisis todavía no asumida de la razón productivista del trabajo y sus consecuencias
Así las cosas, con los economistas llamados «neoclásicos» de finales del siglo XIX se apunta un nuevo desplazamiento conceptual del que todavía, a mi juicio, no han se han extraído todas sus consecuencias sobre la razón productivista del trabajo. El desplazamiento vino dado por la hegemonía de un nuevo factor de producción: el Capital, considerado inicialmente como un útil colaborador de la Tierra y del Trabajo en las tareas productivas, pasó a eclipsarlos, al postular estos autores que, en última instancia, Tierra y Trabajo eran sustituibles por Capital, que aparecía así como el factor limitativo último del proceso de producción de riqueza.
La hipótesis de la perfecta sustituibilidad de los factores de producción, permitió rematar el cierre conceptual de la noción de sistema económico en el universo de los valores pecuniarios, haciéndolo ganar en simplicidad y en coherencia lógica. Pero a la vez lo aisló de los aspectos físicos, sociales e institucionales en los que se enmarcaba obligadamente su funcionamiento. Una vez cortado el cordón umbilical que unía originariamente lo económico a las dimensiones físicas y humanas, una vez indicado que producir era simplemente obtener un «valor añadido» a base de revender con beneficio, la preocupación social fue derivando desde la producción de la riqueza hacia adquisición de la misma. Y la contrapartida expresable en términos monetarios (generalmente en forma de salario), se erigió en el único criterio delimitatorio que señalaba la frontera entre aquellas actividades que se consideraban trabajo y aquellas que no entraban en esta designación. Así, por ejemplo, las tareas de las «amas de casa» no se consideraban trabajo (ni producción, ni renta, ni consumo), pero las del «servicio doméstico» sí. Lo cual da lugar a paradojas como la que se subraya al comentar que basta con que un gentleman se case con su cocinera, para que disminuya el trabajo (la producción, la renta y el consumo), aunque siga haciéndole la misma comida. Sin embargo la actividad (asalariada) de los funcionarios era considerada trabajo fuente de producción (y consumo) de servicios (imputados), aunque no estuvieran destinados a la venta. Lo mismo que la actividad remunerada de los deportistas profesionales se considera trabajo, pero no la de los amateurs, aunque ambas reclamen esfuerzos similares. De ahí que las actividades que la economía estándar engloba bajo la denominación de trabajo (es decir, las que se realizan para obtener una contrapartida monetaria o monetizable y no por el afán mismo de realizarlas) coincidan con aquellas que los antiguos griegos y romanos consideraban impropias de hombres libres, como lo confirma el significado originario de los términos que hoy se emplean para designarlo (tripalium, duleia,…). Actividades que el creciente proceso de salarización desatado por el capitalismo se encarga de extender por todo el cuerpo social.
En el terreno de los hechos, la en otro tiempo tan ponderada «producción material» fue quedando relegada a la «periferia tercermundista», mientras las metrópolis del capitalismo orientan preferentemente su actividad hacia la compra de productos terminados o de piezas a ensamblar. La tarea de estas últimas ya no se centra tanto en la producción y exportación de manufacturas como en la venta de «servicios» y en el comercio de activos patrimoniales, equilibrando sus balanzas de pagos con las entradas de capital a corto y el funcionamiento del mercado de divisas. Los “cuellos azules” no sólo fueron dando paso a los “cuellos blancos”, sino que estos mismos se fueron reconvirtiendo hacia las necesidades que imponía el manejo informatizado de la gestión y las finanzas e invirtiendo cada vez más esfuerzos en la llamada “lucha por la competitividad”. En suma, el peso creciente del mundo financiero, de la información, la comercialización y la gestión en la adquisición de la riqueza, se mantiene a la sombra de la idea smithiana de sistema económico centrado en la producción de mercancías, la frugalidad y el trabajo, que todavía perdura como paradigma interpretativo cuyas funciones explicativas se ven suplidas por aquellas otras de justificatorias del statu quo.
Como consecuencia de lo anterior, fue perdiendo apoyo la antigua razón productivista del trabajo que se mantuvo, no sólo por inercia conformista, como otras reminiscencias físico-utilitarias que todavía impregnan al agregado del Producto Nacional y a la propia noción de productividad, sino porque la configuración de nuestras sociedades le otorgó nuevo respaldo. En efecto, cuando decaía la vieja razón productivista del trabajo enunciada por la «economía política», la consideración del trabajo como meta social e individual cobró nueva fuerza. Los pobres pasaron de pedir pan a pedir trabajo, y el burgués pasó de ser, como decía en otro tiempo la canción, «insaciable y cruel», a convertirse en un bonacible «creador de puestos de trabajo». Y es que una vez eliminadas las instituciones que daban sustento y cobijo al individuo en las sociedades anteriores al capitalismo, una vez reducida a la mínima expresión la familia, la tribu o la ciudad, como elementos que arropaban física y socialmente al individuo, el trabajo cobró cada vez más importancia como medio para relacionarse y promocionarse en el terreno profesional, económico y social. El trabajo se acabó convirtiendo así, como decía Max Weber, «en el factor principal de un régimen de ‘ascetismo intramundano’, en respuesta al sentimiento de soledad y aislamiento del hombre» (E. Fromm, 1979). Este sentimiento se hace sentir con fuerza en las actuales conurbaciones y se agrava, cuando el desarraigo que en ellas se genera no encuentra la válvula de escape del trabajo como medio de evasión, relación y promoción social al alcance de los individuos. La frustración del paro suele ser la chispa que desencadena el alcoholismo, la drogadicción, la delincuencia,… que arrastran a los individuos por la pendiente de la marginación social y el deterioro personal. A la vez que las importantes tasas de paro «estructural» hacen que la búsqueda obsesiva de trabajo, y el afán de inmolarse a él, sean moneda común en nuestros tiempos, reforzando un nuevo ascetismo del trabajo todavía más compulsivo del que se desprende de la antigua razón productivista. Ascetismo que paradójicamente, se revela en franca contradicción con el hedonismo que predica la llamada «sociedad de consumo». Extremando la incapacidad de trabajadores y parados para disfrutar incluso de un recurso en otro tiempo abundante: el tiempo para la holganza, el ensueño, la contemplación y la reflexión o la acción, tanto o más libres y relajadas como gratificantes y hasta, en ocasiones, creativas.
Por otra parte se observa que el moderno individualismo no vino a liberar a los hombres de las relaciones de dominación y dependencia (y del desprecio por el trabajo ordinario) presentes en las sociedades jerárquicas anteriores, sino a racionalizarlas y mantenerlas bajo nuevas formas. Veblen, en su Teoría de la clase ociosa (1899) advirtió pioneramente cómo la asociación de la respetabilidad social a la riqueza poseída, permitió perpetuar bajo el capitalismo la por él denominada «clase ociosa» y el desprecio por los trabajos de la vida ordinaria, propios de sociedades jerárquicas anteriores. Recordemos las condiciones que este autor establece para que la propiedad privada y la clase ociosa (en cuanto que está liberada de las tareas ordinarias que reclama la existencia material de la población) puedan prosperar:
1º «La comunidad debe disponer de medios de subsistencia lo suficientemente grandes como para permitir que una parte importante de la comunidad esté exenta de dedicarse al trabajo rutinario».
2º. «La comunidad debe tener hábitos de vida depredadores; es decir, hombres habituados a infringir daños por la fuerza o mediante estratagemas» (cuyas «hazañas» se valoran por encima del trabajo ordinario).
Con el advenimiento del capitalismo disminuyen las posibilidades de obtener botín mediante «hazañas» bélicas o cinegéticas, «a la vez que aumentan, en radio de acción y facilidad, las oportunidades de realizar agresiones industriales (o financieras) y acumular propiedad por los métodos cuasipacíficos de la empresa nómada». Por lo que, desde este punto de vista, no anduvo desencaminado Benjamín Constant (1813) cuando señaló que «la guerra y el comercio no son más que dos medios diferentes de alcanzar el mismo fin: el de poseer aquello que se desea». Siendo directamente medible, en el capitalismo, el botín alcanzado en las «hazañas» (que se vincula al prestigio social) a través de la riqueza pecuniaria acumulada.
Cuando en una sociedad como la nuestra se asocia la respetabilidad de los ciudadanos a su nivel de riqueza, se desata entre éstos una lucha por la «reputación pecuniaria» que crea un estado de insatisfacción crónica generalizada. Pues, como ya Veblen advirtió, dada la naturaleza del problema, es evidente que está fuera de toda posibilidad que la sociedad pueda lograr un nivel de riqueza que satisfaga los deseos de emulación pecuniaria que se han desatado entre los ciudadanos. Si a esto se añade que, con la llamada «sociedad de consumo» se han ampliado y complicado sobremanera las necesidades elementales que reclamaba la supervivencia y encarecido la posibilidad de hacerles frente, tenemos que, al decir de Illich (1992), el homo economicus ha hecho las veces de eslabón intermedio en la transfiguración de la naturaleza humana desde el homo sapiens hacia el homo miserabilis: «al igual que la crema batida se convierte súbitamente en mantequilla, el homo miserabilis apareció recientemente, casi de la noche a la mañana, a partir de una mutación del homo oeconomicus, el protagonista de la escasez. La generación que siguió a la segunda guerra mundial fue testigo de este cambio de estado de la naturaleza humana desde el hombre común al hombre necesitado (needy man)«. La racionalidad parcelaria desplegada trajo consigo la irracionalidad global, así como la paradoja de que la economía, en vez de combatir la escasez, favorece los procesos que se encargan de agravarla y extenderla por el mundo. Escasez que no sólo alcanza a los «bienes» y al dinero u otros tipos de «activos», ¡sino hasta al propio trabajo!. Lo que hace que los individuos estén dispuestos a inmolar su vida al trabajo (penoso y dependiente) con más ahínco que antes. A la vez que se acentúa la jerarquía y la dominación dentro del propio mundo del trabajo, al promover y privilegiar constantemente aquellas tareas que, por ser fuente de «botín», están más vinculadas a la adquisición de la riqueza que a la producción (material) de la misma. Así, la máquina no ha conseguido liberar a los hombres de las servidumbres del trabajo, sino que éste sigue siendo una fuente importante de crispación que alcanza tanto a los parados, como a los ocupados, y hasta a la llamada por Veblen “clase ociosa”, cada vez más embarcada en la carrera de la “competitividad” y esclavizada por insaciables afanes de acumular poder y dinero.
Por otra parte, a la vez que se habla de «globalización» económico-financiera, el aumento del paro y de la «precarización» del trabajo nos conduce hacia un panorama social crecientemente segmentado y distante de esa sociedad de individuos libres e iguales de la que nos habla la utopía liberal. En efecto, además de la división entre parados y ocupados, se amplía un abanico de retribuciones que varían en sentido inverso a la penosidad o desutilidad que genera el propio trabajo. Por las razones antes apuntadas, el capitalismo perpetúa la situación observada en las sociedades jerárquicas anteriores, donde quienes realizan las tareas más duras y degradantes son los que reciben menores retribuciones.
Las teorías del “capital humano” buscan explicar, mediante razonamientos tautológicos dentro del propio campo del valor, la desigual distribución de los salarios, cerrando los ojos hacia otras explicaciones que enraízan tal desigualdad en estructuras sociales y mentales que prolongan esquemas de funcionamiento propios de sociedades jerárquicas anteriores. A la vez que tales teorías ignoran la sinrazón que supone, dentro de su propio campo de razonamiento, que en el sistema capitalista los utilizadores de ese “capital humano” no se preocupen de amortizarlo sino sólo de explotarlo (tal enfoque sería más coherente con un sistema esclavista, en el que la amortización del esclavo entraría lógicamente en los cálculos del amo). Curiosamente la pretensión de cerrar el razonamiento en el propio campo del valor y de reducir las personas a capitales, acabó entrando así en contradicción con los principios libertarios de la utopía liberal sobre la que originariamente se apoyó.
Por último quiero subrayar que los mecanismos y afanes de acumulación pecuniaria desatados con el capitalismo, no sólo influyeron sobre el mundo del trabajo, de la salarización y el paro, sino también sobre el llamado “tiempo libre”, que aparece invadido por lo que Ivan Illich ha llamado el “trabajo sombra” (shadow work) (Illich, 1981). En efecto, tanto las administraciones públicas como las empresas tienden a obligar a los individuos a realizar tareas poco gratificantes que, sin ser “trabajo”, les ocupan una fracción creciente de su “tiempo libre” (tiempo de transporte para ir al trabajo, para cumplimentar declaraciones de impuestos, hacer gestiones, etc). De esta manera la parte de “tiempo libre” destinada a actividades gratificantes o al simple reposo, se ve cada vez más recortada sin que haya apenas protestas organizadas que frenen esta tendencia (en parte porque el movimiento sindical se ocupa sólo del trabajo, como acostumbran a precisar sus siglas).
Perspectivas
A la luz de lo anterior se observa que el movimiento sindical ha sido tributario de la propia mitología del trabajo y de la constelación de ideas que la envuelven, que se impusieron con la civilización industrial y con el capitalismo. Por lo que este movimiento se ve incapacitado para trascenderlos sin revisar sus propios fundamentos y cometidos. Siendo hoy urgente hacer que sus preocupaciones, y sus reivindicaciones, vayan mucho más allá del campo del trabajo, y de la producción, para ocuparse también del paro, del “tiempo libre” y de la destrucción social y ambiental originados en el curso del proceso económico. Para lo cual es imprescindible deshacer críticamente la noción misma de trabajo. Hay que dejar de mendigar trabajo en general, pensando ingenuamente que el sistema actual puede volver de verdad a situaciones de pleno empleo. Hay que matizar las exigencias y las reivindicaciones para que sean a la vez más deseables y realistas, defendiendo ciertos trabajos y no otros, cierto “tiempo libre” y no otro plagado de tareas impuestas y penosas, algunas actividades dependientes pero sobre todo otras que no lo son,…
Si pedir al actual sistema pleno empleo asalariado es pedir peras al olmo, será mejor admitirlo y exigir, en consecuencia, la reconversión de los cuantiosos recursos destinados a paliar el paro y sus secuelas, no sólo hacia el reparto del trabajo asalariado, sino a facilitar medios que permitan a las personas resolver directamente sus problemas de intendencia mediante formas de actividad (individuales, familiares o cooperativas) que escapen a la lógica empresarial capitalista y desengancharse así lo más posible de ese trabajo asalariado que el sistema les escatima: por ejemplo, si una parte de la población se encuentra en dificultades para sufragar con ingresos salariales necesidades tan elementales como las de vivienda, parecería más realista facilitar y regular, en vez de penalizar, la autoconstrucción y la okupación y rehabilitación del patrimonio inmobiliario hoy abandonado y en deterioro.
Las perspectivas que ofrece la encrucijada actual están plagadas de incertidumbre, pero en términos generales han de oscilar entre los dos extremos siguientes.
El de una situación en la que se sigan dando nuevas vueltas de tuerca al aumento conjunto del paro y del trabajo compulsivo, de la competitividad, la insolidaridad y la segmentación social. Situación consustancial a una sociedad que permanecería prisionera de la mitología del trabajo y de las ideas que la envuelven, siendo incapaz de reaccionar para poner coto a las tendencias mencionadas, y de un movimiento sindical limitado a discutir las retribuciones de los asalariados y a pedir las peras del pleno empleo asalariado al olmo de la presente sociedad capitalista.
O bien el de una situación en la que se practique una reducción consciente del dominio de la producción mercantil y del trabajo asalariado en favor de actividades más libres, creativas y cooperativas. A la vez que se redistribuye y reorganiza el propio campo del trabajo asalariado, a fin de evitar la actual dicotomía entre el paro y el trabajo compulsivo y de corregir la creciente asimetría entre la retribución y la penosidad del trabajo, y que se revisa críticamente la propia noción de «tiempo libre» , para defenderla de las servidumbres del «trabajo sombra» antes mencionado. Situación que sería consustancial con una sociedad que escape a la fe beata en un progreso apoyado en la noción de producción, con todas sus derivaciones, y con un movimiento sindical que haya sabido ver más allá de la noción de trabajo, para abrir su reflexión y su reivindicación en los sentidos arriba mencionados.
En suma, que reflexionar sobre las causas profundas de nuestros males y, en el caso que nos ocupa, sobre los presupuestos ideológicos que orientan espontáneamente nuestro modo de percibir y de aceptar todo lo tocante al trabajo, es el primer paso para superarlos. Esperemos que el presente desbroce contribuya en alguna medida a ello.
Notas
(1) Una versión resumida de este texto se publicó en el nº 48 de la revista Archipiélago, sep.-oct. 2001.
(2) Véanse los referenciados por D. Méda, 1995.
(3) Como acredita la documentación manejada por Sahlins, M. (1972) y por otros autores citados en Naredo, J.M. (1996) y Méda (1995).
(4) Meillassoux, C. Antropología de la esclavitud, México, Siglo XXI Eds., 1990.
(5) Veyne, P., Historia de la vida privada. Imperio romano y antigüedad tardía, Vol.I, Dirigido por Ariès, P. y Duby, G., Madrid, Taurus, 1991.
(6) Cit. Mumford, 1935.
(7) Cfr. Veyne, 1992.
(8)Mumford, 1969.
(9) Sánchez, M.I. y Rasines, L.A., “El tiempo de trabajo en la Unión Europea y su reorganización”, Boletín Económico de ICE, nº 2522, nov. 1996.
(10) Naredo, J.M. 1996, cap. 12 Las elaboraciones del marxismo.
(11) Mumford, 1935.
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© Copyright José Manuel Naredo, 2002
© Copyright Scripta Nova, 2002
Ficha bibliográfica
NAREDO, J.M. Configuración y crisis del mito del trabajo. Scripta Nova, Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, vol. VI, nº 119 (2), 2002. [ISSN: 1138-9788] http://www.ub.es/geocrit/sn/sn119-2.htm