Algunas buenas razones para liberarse del trabajo

Quelques bonnes raisons de se libérer du travail es un extracto de la conferencia pronunciada por Anselm Jappe en el Forum Social du Pays Basque en enero de 2005.

travail

Gracias a la revista argentina Herramienta disponemos de una buena traducción realizada por Juan Diego González Rua.

Anselm Jappe es un filósofo alemán, que actualmente enseña filosofía en Frosinone y Tours. Especialista en el pensamiento de GuyDebord, en sus escritos también menciona frecuente la Escuela de Frankfurt e intenta renovar la teoría crítica de la sociedad. Participa de la llamada “nueva crítica del valor”, junto con pensadores como Robert Kurz y Moishe Postone. Fue miebro del antiguo grupo “Krisis”. Sus principales obras en castellano son GuyDebord (editorial Anagrama, 1998), El absurdo mercado de los hombres sin cualidades (coescrita con Robert Kurz y Claus Peter Ortlieb, Pepitas de Calabaza, 2009) y Crédito a muerte: la descomposición del capitalismo y sus críticos (Pepitas de Calabaza, 2011).

Algunas buenas razones para liberarse del trabajo

Anselm Jappe

Actualmente, parece que una teoría y una práctica crítica de la sociedad contemporánea tuviesen, antes que nada, la tarea de defender el trabajo, de encontrar nuevas posibilidades para la creación de puestos de trabajo, así como de defender a los trabajadores. Podría preguntarse cuál es el sentido que tiene una expresión como: “liberarse del trabajo”. Además, el buen sentido común se pregunta por la forma en la que es posible vivir bien sin el trabajo.

Naturalmente, es siempre necesario trabajar, es necesario que cada uno trabaje para ganarse la vida, a menos que se explote a otros. Parece aún más evidente que la sociedad, como tal, debe trabajar para procurarse sus medios de vida. Sin trabajo nada de lo que requerimos para vivir puede existir y, por lo tanto, si se concibe la crítica del trabajo en cuanto tal, ésta carecería de sentido, y sería igual que criticar la presión atmosférica o la fuerza de gravedad. El trabajo es quizás algo desagradable pero que siempre debe existir. Es imposible liberarse de él.
Evidentemente, pretendo exponer otro discurso para decir por qué para mí, y para la teoría de la crítica del valor, elaborada en los últimos años por la revista alemana Krisis, así como por otros autores de otros países– esta crítica se funda sobre todo en el trabajo concebido como una categoría típicamente capitalista, e incluso como el corazón de la sociedad capitalista.
Naturalmente, es preciso señalar, en primer lugar, que el trabajo, en su sentido moderno, no se equipara a lo que se entiende por actividad. En efecto, una crítica de la actividad humana no tendría ningún sentido. Porque es evidente que el ser humano, de una forma u otra, es siempre activo, y que esto es necesario para organizar “el intercambio orgánico con la naturaleza” –como expresa Marx–, es decir, la extracción de la naturaleza de los medios necesarios para la subsistencia. Sin embargo, lo que hoy llamamos “trabajo”, por lo menos desde hace doscientos años, no es la mismo que la actividad, ni siquiera que la actividad productiva. Pues si decimos “trabajo”, en general, hacemos semejantes, por medio de un solo concepto, las cosas más diferentes, las más dispares, excluyendo simultáneamente otras tantas. Por ejemplo, hacer panecillos o conducir un automóvil, layar la tierra o escribir con un teclado, gobernar un país o pronunciar una conferencia, todo esto es normalmente considerado como trabajo, pues se traduce en una suma de dinero, como algo que puede ser vendido o comprado en el mercado.
Hay también otras actividades que son igualmente importantes para la vida humana que, sin embargo, no son consideradas como trabajo, debido a que no generan sumas de dinero: por ejemplo, todo el sector doméstico tradicionalmente asignado a las mujeres, el cuidado de los niños o de los ancianos, etc. El concepto de trabajo es pues, en adelante, algo que separa una parte de las actividades humanas respecto de su conjunto, por ejemplo frente al juego, a los rituales, a los intercambios directamente sociales, asimismo como a toda la reproducción privada o doméstica. La prueba es el hecho de que la palabra “trabajo” nos parece evidente. En efecto, la palabra no existía ni en griego, ni en latín, ni en otras lenguas, por lo menos en el sentido moderno. No sé si todos ustedes conocen cuál es el origen de la palabra. Ella proviene de la palabra latina “tripalium”, un instrumento de tres pies –de allí su nombre– utilizado a fines de la Antigüedad; un instrumento que servía exactamente para torturar a los siervos en revuelta que rehusaban trabajar. En la época había muchas personas que sólo trabajaban si se las forzaba a través de la tortura. Esta palabra “trabajo”, pues, que no proviene del latín clásico sino que proviene de la Edad Media, no se refiere ya a la actividad en cuanto tal, útil a la producción, y menos aún a la plenitud o a la realización de sí mismo, sino que ahora indica la forma en que algo penoso es obtenido por la fuerza; algo que carece de un contenido preciso. Asimismo ocurre con la palabra latina “labor”, que designa en el origen una especie de peso contra el cuál se tropieza. La palabra “labor” en latín no indica la actividad útil, sino en general todo tipo de pena o de fatiga, así como también el dolor de la mujer que pare. El origen etimológico de la palabra alemana para el trabajo, “Arbeit”, puede buscarse en la noción de huérfano. “Arbeit” era la actividad del huérfano, alguien de cuyas necesidades nadie se ocupaba, y quien era forzado a realizar las más penosas actividades con el fin de sobrevivir. Ayer supe que la palabra vasca que traduce la idea de trabajo evoca igualmente la fatiga, la pena.
No se trata, entonces, tan sólo de una excursión dentro de la etimología, de por sí significativa; sino que esto demuestra que hasta un época relativamente reciente el concepto de trabajo, tal como lo concebimos actualmente, no existía. Esto nos hace pensar que incluso el trabajo como categoría social, como una forma de concebir la actividad en la sociedad, no es algo tan natural, tan evidente, tan consustancial al ser humano, sino que lo que llamamos trabajo es una invención social. Como dije, el ser humano ha sido siempre activo, ha experimentado bastantes actividades fatigantes, penosas. Pero en la sociedad anterior a la sociedad capitalista industrial, se tenía, antes que nada, ciertas necesidades. Algunas de ellas podían resultar absurdas, como la del faraón que quería hacer construir pirámides; pero esa no es aquí la cuestión. Las necesidades eran fijadas y, a continuación, se llevaban a cabo las actividades necesarias para satisfacerlas. Las actividades existían en cuanto que necesarias para satisfacer dichas necesidades. Lo que le interesaba a la sociedad no era la actividad, era el resultado: no era el hecho de layar la tierra, sino que se pretendía el trigo que se quería cosechar. Y es esta también la razón por la cual se procuraba, más bien, hacer ejecutar las actividades más penosas a esclavos o siervos. Pero incluso en este caso no se hacía trabajar a los esclavos simplemente por trabajar sino porque los amos aspiraban a tener el goce de los bienes de este mundo. Todo esto ha cambiado en el mundo capitalista. Esto se ha iniciado a finales de la Edad Media, y sobre todo durante el verdadero auge de la sociedad capitalista, en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando el trabajo devino la verdadera meta de la sociedad, y no un medio. Con seguridad, en el plano de la historia mundial, se trata de uno de las más importantes transformaciones, como ahora voy a intentar explicarlo.
La sociedad capitalista es la única sociedad en la historia humana para la cual la sola actividad productiva, o lo que uno puede llamar trabajo, no es más sólo un medio para realizar una meta, sino que deviene una meta autorreferencial, para utilizar una palabra un poco filosófica. En efecto, todo el trabajo en la sociedad capitalista es de cierta forma un trabajo abstracto. Abstracto no quiere decir inmaterial, informático, etc., como algunos lo afirman hoy. No es en absoluto el sentido de la palabra en El capital, obra principal de Karl Marx, especialmente, en el primer capítulo que no comienza de ninguna forma con las clases, ni con la lucha de clases, ni con la propiedad de los medios de producción, ni con el proletariado. Marx, en el primer capítulo de El capital, comienza por el análisis de las categorías que son, para él, las más fundamentales de la sociedad capitalista. Solamente en la sociedad capitalista, y no en ningún otro tipo de sociedad humana. Estas son particularmente la mercancía, el valor, el dinero y el trabajo abstracto. Por trabajo abstracto, Karl Marx entiende lo siguiente: en un régimen capitalista, todo trabajo tiene dos lados, es al mismo tiempo trabajo abstracto y trabajo concreto. No se trata de dos tipos de trabajo diferentes, sino que son dos lados de la misma actividad. Para dar ejemplos muy simples: el trabajo del ebanista, del sastre, son, desde el punto de vista concreto, actividades muy diferentes, que no pueden compararse de ninguna forma entre sí, pues la una utiliza el tejido mientras que la otra, la madera. Se trata de dos productos diferentes, y de dos tipos de actividades igualmente diferentes si se les considera bajo la perspectiva de la actividad concreta. Al mismo tiempo, todas las actividades tienen también algo en común: ellas son, como lo afirma Marx, “un gasto de músculos, de nervios o de cerebro”.
Todo trabajo es también gasto de energía humana. Esto siempre es verdadero, pero es sólo en la sociedad capitalista que este gasto de actividad, de energía humana, se convierte en el lado más interesante, el más importante a nivel social, en la medida en que es igual respecto de todo tipo de trabajo y respecto de todo tipo de mercancías. Pues, si naturalmente toda actividad puede ser reducida a un simple gasto de energía, es un simple gasto que se despliega en el tiempo. Desde esta perspectiva, el trabajo del sastre y del ebanista son totalmente diferentes desde el punto de vista concreto, pero desde el punto de vista abstracto, desde el punto de vista de la energía gastada –son absolutamente iguales, y su única diferencia reside en su duración, esto es, en su cantidad. ¿Es suficientemente claro? Por ejemplo, si una mesa se hizo en dos horas de trabajo, posee un valor doble al de una camisa que ha sido elaborada por el sastre en tan sólo una hora. Ahora bien, esto es en realidad más complicado, pues no se trata solamente del trabajo directo del ebanista. Éste ha debido también utilizar materiales naturales, pero esto no cambia en nada el asunto general. Lo que a la larga decide, en el mercado capitalista, el valor de las mercancías, es el trabajo que ha sido gastado. Pero también porque ese trabajo es la única cosa que es igual en todas las mercancías, pues de lo contrario no habría ninguna posibilidad de compararlas. Debo simplificar un poco para la conferencia: el valor debe a continuación sufrir múltiples transformaciones para traducirse finalmente en los precios del mercado, pero la lógica fundamental según Marx sigue siendo esta: el valor de una mercancía es determinado por el tiempo de trabajo necesario para crear esta mercancía, y desde este punto de vista, todas las mercancías son iguales, una mercancía vale cuatro horas, otra dos horas, otra media hora. Esto quiere decir que se hace abstracción del aspecto concreto de una mercancía. Es necesario, ciertamente, que la actividad se realice en algo concreto, pues si la mercancía no se vincula con ninguna necesidad sería difícil venderla. Incluso, si la necesidad puede crearse posteriormente.
Pero al mismo tiempo, no es la necesidad lo que determina el valor sobre el mercado. Es solamente el tiempo de trabajo que ha sido gastado, lo que quiere decir, por definición, que el trabajo que cuenta en el sistema capitalista en el mercado, es siempre el trabajo abstracto, un trabajo absolutamente indiferente a todo contenido y que tan sólo se interesa por su propia cantidad. La única cosa importante en el mercado capitalista es tener la mayor cantidad de trabajo disponible con el fin de venderlo. Esta cantidad de trabajo se traduce en el valor, y el valor en dinero. En efecto, que se trate de una mesa o de una camisa no es importante para el mercado. Lo importante es que la mesa pueda costar cien euros y la camisa diez euros. Cada mercancía corresponde a una cantidad de dinero. Así, delante del dinero, todas las mercancías son iguales. Pero, en última instancia, el dinero no es más que el representante del trabajo que ha sido gastado para la producción, no trabajo en un sentido concreto, sino en su sentido abstracto. Discúlpeme si me repito en muchas ocasiones, pues es aparentemente muy simple, pero en realidad no es tan fácil de comprender esta doble naturaleza de la mercancía que es también una doble naturaleza del trabajo. En la producción capitalista, para el mercado capitalista, la única cosa importante es el trabajo abstracto, y esto induce una indiferencia total al contenido: al considerar la inversión de un capital, si fabricación de bombas puede representar una cantidad mayor de trabajo respecto, por ejemplo, de la fabricación de panes, entonces se debe invertir en bombas.
Nótese bien que no se trata de maldad psicológica o moral por parte del propietario del capital; si bien esto puede agregarse, no constituye la raíz del problema. En cuanto tal, el capitalismo como sistema es, como dice Marx, fetichista, es decir, se trata de un sistema automático, anónimo, impersonal en el que las personas, de cierta manera, deben ejecutar tan solo las leyes del mercado. Y esas leyes del mercado establecen que siempre es necesario buscar la mayor cantidad de dinero, pues, de lo contrario, se es eliminado por la competencia. Y la “mayor cantidad de dinero” quiere decir que se debe lograr poner en marcha la mayor cantidad de trabajo, pues el trabajo crea valor y la ganancia no se origina más que por lo que Marx denomina la plusvalía o el plusvalor –la traducción es diferente en francés y en alemán–, porque es solamente la parte del trabajo que no es pagada a los trabajadores, y que es apropiada por el dueño del capital, de donde se obtiene a ganancia de la plusvalía, que es una parte del valor. ¿Qué debe entonces hacer el propietario del capital? Existe una suma de dinero y con esta suma él compra fuerza de trabajo, los recursos naturales y las máquinas, hace trabajar al obrero y luego retiene el producto. Sin embargo, hay una diferencia muy importante respecto de otros tipos de sociedad. Naturalmente, el propietario del capital no realiza esta inversión si, al final del proceso, no ha acumulado una suma de valor mayor que la del comienzo. Invertir su dinero quiere decir invertir diez mil euros para obtener al final doce mil euros, de otra forma no tiene sentido desde un punto de vista capitalista. Así, el aspecto abstracto se impone sobre el concreto. En otro tipo de sociedad, continúo simplificando, en la medida en que frente a un intercambio concreto – por ejemplo entre el ebanista y el sastre–, al no ser la relación de valor el aspecto más relevante, se trata de una situación en la que el primero no necesita de una mesa más, por lo que puede intercambiarla por una camisa que no puede hacer pero que otro le va a dar. En este caso existe una relación entre dos necesidades.
Allí en donde, por el contrario, el objetivo de la producción es el transformar una suma de dinero en una suma de dinero mayor, no existe este interés por la necesidad, sino solamente por un crecimiento cuantitativo. Si intercambio una camisa por una mesa no hay necesidad de un crecimiento cuantitativo: aquí, en esta hipotética sociedad anterior, lo importante es que todas las necesidades sean satisfechas. No sucede igual allí en donde el dinero es el objetivo de la producción. No hay, entonces, ningún objetivo concreto; la única meta está definida por su carácter de aumento cuantitativo, esto es, de transformar diez en doce, luego doce en catorce, catorce en veinte, etc. Aquí hay una diferencia enorme entre la sociedad capitalista y todas las sociedades precedentes. La característica de la sociedad capitalista no es la de ser injusta o entregarse a la explotación. Las otras sociedades lo eran igualmente, pero eran sociedades más o menos estables, pues la producción tenía por objetivo la satisfacción de necesidades, por lo menos las necesidades de los amos. Esto implica que todo objetivo concreto se encontraba limitado; al no poder comer todo el tiempo, toda actividad concreta encuentra su límite. No ocurre lo mismo con una actividad puramente, podría decirse, matemática, cuantitativa, como el aumento de capital, del dinero, pues allí no hay ningún límite natural, es un proceso que debe siempre continuar, y es también la competencia que empuja a todas las personas a nunca limitarse, por el contrario, a buscar siempre el aumento de su capital: de esta forma actúa cada propietario del capital sin ninguna consideración por las consecuencias ecológicas, humanas, sociales, etc. Todo esto no es nuevo, no hago otra cosa que resumir lo que afirma Marx. Sin embargo, este lado de Marx resulta menos conocido que por ejemplo el de la lucha de clases. Sin embargo, es necesario recordar que el capital es dinero acumulado. El dinero es el representante más o menos material del valor, y el valor es trabajo.
En realidad, el capital no es completamente opuesto al trabajo, pues el capital es trabajo acumulado. En esta medida, la acumulación de capital es acumulación de trabajo. O, más precisamente, de trabajo muerto, de trabajo pasado que crea valor, el cual bajo su forma dineraria es enseguida reinvertido en los ciclos productivos. Porque un propietario de capital tiene el interés de hacer trabajar lo más posible: si obtengo una cierta ganancia empleando a un obrero, obtengo el doble de ganancia empleando a dos obreros, y si empleo a cuatro obreros, si todo marcha bien, obtengo cuatro veces la misma ganancia. Esto quiere decir que el propietario del capital tiene todo el interés puesto en hacer trabajar lo más posible. La cuestión no es hacer trabajar porque la sociedad tenga necesidades, sino de hacer trabajar por trabajar, pues es solamente haciendo trabajar que se acumula capital. Incluso puede crearse la necesidad con posterioridad, eventualmente. La sociedad del capital no es solamente la sociedad de la explotación del trabajo de los otros, sino una sociedad en la que el trabajo representa la forma de riqueza social. La acumulación de objetos concretos, de bienes de uso, bastante real en la sociedad capitalista industrial, es, de cierta forma, un aspecto secundario porque la totalidad del lado concreto de la producción no es más que una especie de pretexto para hacer trabajar. Y esto porque es solamente trabajando que se crea valor, en definitiva, la única cosa que interesas desde el punto de vista del capitalismo (el dinero representa trabajo). Puede entonces afirmarse que el trabajo es una categoría típicamente capitalista, que no siempre ha existido. Y esto es visible, en efecto, porque desde su aparición, el capitalismo se ha encargado de desencadenar un [tipo de] trabajo nunca antes visto. En Francia, hasta la revolución de 1789, como probablemente ustedes lo saben, uno de cada tres días era feriado. Incluso los campesinos, si trabajaban mucho en ciertos momentos del año, trabajaban mucho menos en otros momentos. Mientras que con el capitalismo industrial, el tiempo de trabajo se ha duplicado o triplicado en algunas décadas. A inicios de la Revolución Industrial se trabajaba hasta dieciséis o dieciocho horas por día. Está realidad es descrita en las novelas del autor inglés Charles Dickens.
En la actualidad, aparentemente, se trabaja menos, se ha llegado a la semana de cuarenta horas, de treinta y cinco horas, que podría quizás, en alguna medida, corresponder a las horas de trabajo de la sociedad preindustrial, incluso si allí no existía la diferencia entre trabajo y no trabajo. Pero no afirmo que ahora se trabaje menos que en el siglo XIX, pues es la densidad del trabajo la que ha aumentado enormemente. Por ejemplo, la primera fábrica que introdujo la jornada de ocho horas no lo hizo bajo la presión de movimientos obreros, ni por obra de un filántropo socialista, sino del famoso Henry Ford, quién construyó la fábrica más grande de automóviles en Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Ford introdujo la jornada de ocho horas y aumentó significativamente los salarios debido a que, anteriormente, con la gestión científica de la fuerza de trabajo llevada a cabo por el ingeniero Taylor, se había hallado formas de hacer ejecutar a los obreros mayor cantidad de trabajo en ocho horas que en diez o doce horas. Ford había comprendido que organizando de manera científica cada movimiento –llevando a cabo la famosa cadena automática–, él podía hacer construir más automóviles por parte de sus obreros, en ocho horas, que otras fábricas en diez o doce horas. Se puede, entonces, estar seguro de que toda la reducción del tiempo de trabajo estaba, al mismo tiempo, acompañada de un aumento en la densidad de ritmos de trabajo.
Incluso hoy, resulta evidente que el trabajo tiende, en general, a desbordar los marcos temporales una vez establecida la semana de cuarenta horas o de treinta y cinco horas, porque actualmente, en tiempos de paro, si no se quiere arriesgar a perder el trabajo, es necesario continuar siempre trabajando incluso si se está en casa: es necesario mantenerse en formación continua, es necesario informarse o hacer deporte para mantenerse siempre en forma para el trabajo. Es seguro incluso que hoy, si en teoría la semana de trabajo dura treinta y cinco o cuarenta horas, nuestra realidad está mucho más determinada por el trabajo que en las sociedades precedentes. Tenemos esta paradoja: a pesar de todos los medios productivos inventados por el capitalismo, se trabaja aún más. Este es uno de los factores más simples y evidentes de los que, con frecuencia, se olvida hacer mención. El capitalismo ha sido siempre una sociedad industrial. ¿Ha comenzado con la máquina de vapor, con los oficios de tejido porque toda invención tecnológica utilizada por el capitalismo siempre apuntaba a remplazar el trabajo vivo por una máquina? ¿o lo ha hecho para permitirle al obrero hacer diez veces más que un artesano? Esto quiere decir que toda la tecnología capitalista es una tecnología para economizar trabajo. Y, por lo tanto, para producir el mismo número de cosas que antes con mucho menos trabajo. ¿Cuál es el resultado? Trabajamos siempre más, es la realidad que vivimos desde hace doscientos cincuenta años. En efecto, un economista del siglo XIX, de quien no se puede sospechar que fuese un gran crítico el capitalismo, John Stuart Mill, había ya dicho que ninguna invención para economizar trabajo le había permitido jamás a nadie trabajar menos. Además, mientras más máquinas existen para economizar trabajo, es necesario trabajar aún más. Y esto es completamente lógico, pues sin en una sociedad que quiere satisfacer necesidades concretas existen posibilidades tecnológicas para producir más, esto querría decir que toda la sociedad debería trabajar menos; o incluso, si se pretende quizás aumentar un poco el consumo material, podría producirse un poco más, pero siempre trabajando poco.
En realidad, en la sociedad capitalista que no dispone de ningún objetivo concreto, ningún límite, ninguna cosa concreta hacia la que tienda, sino que siempre apunta tan sólo al aumento de la cantidad dineraria, resulta pues completamente lógico que toda invención que aumente la productividad del trabajo tenga por resultado el hacer trabajar aún más a los seres humanos. No necesito extenderme más sobre las consecuencias catastróficas que acarrea tal tipo de sociedad. Yo diría, por ejemplo, que allí se encuentra la explicación profunda de la crisis ecológica, que no es debida a una especie de avidez natural del hombre que siempre quiere poseer más; que no es ni siquiera debida al hecho de que haya demasiados humanos en el mundo, Sino que, de cierta manera, la razón más profunda de la crisis ecológica es, aquí también, el crecimiento de la productividad del trabajo. Porque en una lógica de acumulación del capital, aquello que tiene relevancia es solamente la cantidad de valor contenido en cada mercancía. Si un artesano requiere de una hora para hacer una camisa, esta camisa vale una hora en el mercado. Si con una máquina, el mismo obrero puede hacer diez camisas en una hora, continúo simplificando, cada camisa implica solamente seis minutos de trabajo y cada camisa vale solamente seis minutos. Por lo tanto, la ganancia para el propietario del capital es de dos minutos por cada camisa. Lo que implica que para obtener la misma ganancia que antes, él debería producir y vender diez camisas, mientras que anteriormente bastaba con una camisa.
La productividad creciente de trabajo en el sistema capitalista empuja al aumento continuo de la producción de bienes concretos, absolutamente más allá de toda necesidad concreta. Posteriormente, la necesidad es creada de forma artificial, para lograr agotar todas estas mercancías. Se trata de un proceso irrompible, pues toda invención reduce el trabajo necesario, y por lo tanto la ganancia que reside en cada mercancía. Por lo tanto, siempre es necesario producir más mercancías. Una sociedad en la que el trabajo constituye el bien supremo es una sociedad que lleva a consecuencias catastróficas en el plano ecológico. La sociedad del trabajo no resulta agradable para los individuos, para la sociedad ni para el planeta entero. Pero esto no es todo, pues la sociedad del trabajo, desde aproximadamente hace más de doscientos años, declara a sus miembros la exigencia: “No hay más trabajo”. He aquí una sociedad fundada en el trabajo en la que, si no se es propietario del capital, es necesario vender la propia fuerza de trabajo para poder vivir, pero que no quiere más de esta fuerza de trabajo, que no le interesa más. Esta es la sociedad del trabajo que abole el trabajo. Es la sociedad del trabajo que ha abrazado su necesidad de trabajo haciendo del hecho de trabajar una condición absolutamente necesaria para acceder a la riqueza social. No se trata aquí de una casualidad. Ya podían preverse estas consecuencias en los inicios del capitalismo, si se consideraba la contradicción fundamental del trabajo capitalista: de un lado, el trabajo es la única fuente de riqueza, y por tanto para un propietario del capital resulta preferible hacer trabajar dos obreros en lugar de uno, y cuatro en lugar de dos. De otro lado, si se le da una máquina a un obrero, éste va a producir mucho más que un obrero que no dispone de máquina, que un artesano, lo que hace posible vender mucho más baratas las mercancías producidas. Esto resultaba evidente especialmente a inicios de la era capitalista, por ejemplo, cuando los ingleses conquistaron el mundo con el tejido y los vestidos, porque, por supuesto, con la producción industrial podían batir en brecha toda la producción artesanal.
Esto quiere decir que cada propietario de capital tiene todo el interés de brindar el máximo de tecnología a sus obreros y así reducir el número de ellos para remplazarlos por máquinas. La aparición de nuevas tecnologías le brinda una gran ventaja a los primeros propietarios de capital que las emplean, al permitirles vender a bajos precios. Sin embargo, seguidamente la competencia va a anular estas ventajas pues, en lo posible, todos los propietarios de capital comienzan a dotarse de semejantes tecnologías. A continuación, otra máquina será inmediatamente lanzada al mercado, y se reinicia el proceso. Esto significa que toda la historia del capitalismo es la historia del remplazo de trabajo vivo, de trabajo humano, por máquinas. Asimismo, esto significa que el mismo sistema capitalista, desde su inicio, socava sus propias bases, sierra la rama sobre la que se asienta. Se trata de una contradicción a la que el régimen capitalista no puede escapar, al tratarse de un sistema necesariamente fundado en la competencia dentro del mercado, los capitalistas no pueden permitirse acuerdos entre ellos con el fin de que la competencia no tenga lugar, tales como “detengamos esta carrera tecnológica para así detener la caída de las ganancias”. Esto no puede ocurrir. Al ser una sociedad fundada en la competencia, en el capitalismo siempre existe alguien que utiliza nuevas tecnologías, lo que hace que estos procesos continúen sin cesar: la fuerza de trabajo es remplazada por máquinas que no producen valor. En consecuencia, si para un artesano una camisa puede representar una hora de trabajo, con la revolución industrial, una camisa puede representar tan sólo seis minutos de trabajo porque es posible hacer diez camisas en una hora. Si actualmente, gracias a la informática es posible hacer cien camisas en una hora, cada camisa representa solamente una centésima parte. En esta medida, si cada producto representa una cantidad menor de valor, esto quiere decir que ella representa una cantidad menor de plusvalía, esto es, de ganancia para el propietario del capital. Esto es lo que Karl Marx denominó “tendencia decreciente de la tasa de ganancia”, es decir, que cada mercancía es cada vez menos rentable para el propietario del capital que la hace producir.
Esta tendencia, que resulta inevitable por efecto de la competencia, resulta opuesta a otra tendencia, históricamente constatable, que consiste en el hecho de que si cada mercancía reduce el margen de ganancia, porque disminuye su valor, es posible aumentar la cantidad de productos, porque si una camisa representa tan sólo seis minutos, pero se venden once camisas, se obtiene una ganancia mayor que antes en una hora de trabajo, por ejemplo, comparativamente con el artesano. Es lo que ha sucedido históricamente. Hay un aumento continuo de la cantidad absoluta de mercancías, que representa también un aumento absoluto de la cantidad de valores que compensa el hecho de que cada mercancía particular represente cada vez menos cantidad de trabajo. El hecho más notable se vivió en la industria automotriz. Se transformó un producto de lujo que exigía mucho trabajo y que empleaba muchos trabajadores, en un producto de masa, aumentándose el circuito de producción y de consumo. Esta fue la época de los “Treinta Gloriosos”, llamada con justicia la “época fordista”. Durante más de un siglo, esta tendencia inevitable en el desarrollo del capitalismo ha impulsado la disminución del valor. El valor de cada producto era contrarrestado con el aumento de la masa de producción. Ahora puede afirmarse que este tipo de salvamento se rompió definitivamente con la revolución microelectrónica. Con los procedimientos microinformáticos, la tecnología se ha acelerado hasta el punto de economizar rápidamente cada vez más trabajo del que se puede recrear en otros sectores. Es un hecho que puede constatarse efectivamente desde hace décadas. Es posible afirmar que, en la actualidad, no se trata solamente de la innovación de productos, sino también de la innovación de procedimientos, la cual es tan acelerada que no permite compensación posible del otro lado. Porque, en cuanto tal, el procedimiento informático exige poco trabajo y ha logrado aumentar enormemente la productividad del trabajo, utilizando un número cada vez más reducido de trabajadores. Por ejemplo, de acuerdo con las cifras, mientras que el número de personas empleadas en la industria de los grandes países europeos ha disminuido casi a la mitad respecto de los años setenta, en el mismo período, la productividad ha crecido en un 70%.
Ustedes saben que realmente estos nuevos procedimientos tecnológicos han permitido reducir el número de trabajadores productivos porque permitían al mismo tiempo aumentar la productividad. Ahora bien, en este punto es posible hacer una o dos anotaciones: En primer lugar, que no es cierto que el trabajo industrial productivo hay disminuido, sino que solamente se ha deslocalizado hacia otros lugares, por ejemplo Asia. Es posible discutir esto extensamente, pero me parece suficientemente evidente que estas deslocalizaciones, en general, tan sólo conciernen a ciertos sectores, especialmente al sector textil, y en ciertos países durante un período de tiempo bastante limitado. Los llamados “Tigres asiáticos” han alcanzado, de cierta forma, sus límites. Ejemplo, no han logrado impulsar un nuevo modelo de capitalismo que se extienda a todo el sector productivo de un país entero, etc. Actualmente se afirma que China será el futuro del capitalismo. Pero se olvida quizás que hay ciertas regiones en China, o ciertos sectores industriales, en los que se emplea a muchas personas a muy bajos salarios. Simultáneamente, gracias al desarrollo en China, centenas de millones de personas pierden su empleo tradicional, en la industria pesada tradicional o en la agricultura. Pienso que puede afirmarse, tranquilamente, que la ocurrencia de esta disminución continua de la fuerza de trabajo (de la fuerza de trabajo empleada) tiene lugar en el mundo entero, y no solamente en los países europeos. A la larga, incluso en los países de bajos salarios, los procedimientos informáticos resultarán más competitivos que la explotación.
De otro lado, se afirma que se han perdido muchos puestos de trabajo en la industria, pero que han sido nuevamente creados en otros sectores, tales como los sectores de servicios. Sin embargo, por una parte, se puede observar que esto ya no cierto, que se trata de una ilusión de otros tiempos. El desempleo ahora aumenta enormemente incluso en los sectores de servicios y, por ejemplo, la “New Economy” [“Nueva Economía”] que se nos había prometido con Internet nunca comenzó, pues se trata de sectores que emplean a pocas personas. De otro lado, es necesario igualmente afirmar que lo que importa en la sociedad capitalista no es solamente el trabajo en cuanto tal, sino el trabajo productivo de valor, porque el propietario del capital no sólo quiere hacer trabajar, sino trabajar de modo que se reconstituya su capital. Si el propietario de capital paga a obreros para trabajar en una fábrica, por ejemplo, puede enseguida revender los productos y reconstruir su capital por acumulación. Si el mismo propietario de capital emplea su dinero para sostener muchas empleadas domésticas en su casa, simplemente gasta su capital, y este no producirá frutos. Este tipo de trabajo, pues, todo el trabajo de servicio en general, no es productivo en el sentido capitalista, y esto no solamente a escala individual sino de la sociedad. En esta medida, los trabajadores, que con frecuencia resultan ser los trabajadores más útiles para la sociedad, por ejemplo en los sectores de la salud, de la educación, etc., no realizan trabajos productivos en el sentido capitalista, pues allí el dinero es tan sólo “gastado”. No hay retorno de capital. Puede decirse que junto con el desempleo que se constata todos los días, hay algo aún más dramático: la disminución del trabajo productivo de capital en la sociedad. Pues en la sociedad capitalista los servicios son en general pagados por los impuestos, y por el hecho de que existen verdaderos procesos productivos sobre los cuales el Estado puede recaudar impuestos. Si no hay más productividad de este tipo, el Estado no puede recaudar impuestos, y la sociedad de servicios, de la que hablan los sociólogos, se acaba rápidamente.
Puede, entonces, afirmarse tranquilamente que es el capitalismo entero el que vive una situación de crisis. No estoy de acuerdo con quienes afirman que el capitalismo goza de mejor salud que nunca, que son la sociedad o los individuos quienes van mal y que hay todavía multinacionales, empresas, que obtienen buenas ganancias –por lo menos sobre el papel, pues una parte de la riqueza es únicamente producida en los circuitos financieros que tan sólo existen en los balances. Todo el sistema capitalista, todas las posibilidades de ubicar su capital de manera que pueda explotar trabajo para revenderlo enseguida y aumentar el capital, todo lo que constituía la base del capitalismo, parece encontrarse en una grave crisis. Y esto no porque suscite adversarios implacables, no porque crea un proletariado cuya fuerza podría ponerle fin al capitalismo, como fuera durante mucho tiempo la esperanza del movimiento obrero, sino porque el capitalismo se ha barrenado a sí mismo, no por una voluntad suicida inmediata, sino porque estaba escrito, en cierta forma, en su código genético, en el momento de su nacimiento: en una sociedad que ubicaba el trabajo abstracto como fuente de riqueza, había ya un contenido, una dinámica, que debía, tarde o temprano, llevar a la situación actual. Una situación en la que el trabajo crea riqueza pero en donde del sistema productivo no necesita trabajo. La situación es paradójica: la productividad a escala mundial ocasiona miseria. Es tan paradójica que, con frecuencia,  incluso se olvida considerarla, como sucede con todas las cosas que resultan tan evidentes que se pierden de vista.
Después de doscientos años, se ha constatado una explosión de posibilidades productivas como nunca antes en la historia. Pero otra cuestión se plantea: ¿todas estas posibilidades productivas resultan siempre positivas para la humanidad, o para el planeta? Pienso que la mayoría son quizás dañinas. Pero puede afirmarse que utilizando las posibilidades productivas existentes, era posible permitir a todo el mundo tener todo lo que era necesario con menos trabajo. Ahora bien, lo que hoy sucede va en el sentido contrario: se le quita la posibilidad de vivir a quienes no logran trabajar, y los pocos que trabajan tienen que trabajar cada vez más. Se plantea aquí la cuestión de compartir, pero no compartir el trabajo como en el slogan “Trabajen todos, trabajen menos”, sino compartir la riqueza que existe en el mundo, entre todos los habitantes del mundo, sin forzar a trabajar cuando no es necesario. Con todo esto no quiero hacer un elogio de la automatización. Existe también una crítica del trabajo que hace una especie de elogio de la automatización, al afirmar: “Ah, ¡ahora todo el mundo podría trabajar dos horas por día solamente vigilando las máquinas!”. Creo que no se trata de esto. Sobre todo, una sociedad de la automatización no tendría sentido si favorece un tipo de sociedad del ocio, en la que, en el peor de los casos, el excedente de tiempo conduzca a mirar durante más tiempo la televisión. Como ocurre con el caso de la semana de treinta y cinco horas, que probablemente tan sólo ha aumentado cinco horas por semana el tiempo que la mayoría de personas pasa frente su televisor.
La crítica de la sociedad del trabajo no es tampoco para mí un elogio de la pereza. Muchas actividades, incluso muchas fatigas, son útiles y pueden constituir una suerte de dignidad para el ser humano. Con mucha frecuencia, paradójicamente el trabajo es lo que impide la actividad, lo que impide la fatiga. Así por ejemplo, el trabajo obstaculiza actividades mucho más útiles: cuando las familias son obligadas a dejar sus hijos recién nacidos en guarderías, cuando no es posible encargarse de ancianos, etc. El sistema de trabajo impide la realización de actividades productivas como, por ejemplo, la agricultura en el mundo entero. Hay muchos campesinos que deben abandonar sus actividades, y no por razones naturales: no se trata de que sus suelos se hayan agotado, sino simplemente porque el mercado, es decir, el sistema de trabajo, le impide al campesino africano vender sus productos en los mercados locales. Porque hay multinacionales de la agricultura que pueden vender a precios más bajos gracias a que emplean menos trabajo abstracto. Evidentemente, el granjero americano se encuentra más tecnificado, por lo tanto sus mercancías contienen menos trabajo; de ahí que pueda vender a más bajo precio que los granjeros del tercer mundo. Se trata de un buen ejemplo del lado concreto y del lado abstracto del trabajo.
Del lado del trabajo concreto: el campesino en África puede hacer el mismo trabajo que hacía hace treinta años, porque el trabajo concreto sigue siendo el mismo. Del lado del trabajo abstracto, su trabajo tradicional vale mucho menos que antes porque los empresarios lograron, fruto de la competencia, hacer el mismo trabajo, obtener el mismo producto, gastando mucho menos tiempo. Muy concretamente puede decirse que es el lado abstracto del trabajo el que mata a las personas, que mata a quien realiza el trabajo concreto. En muchos casos la sociedad del trabajo está consagrada a una especie de no-actividad forzada, como sucede cuando fábricas, u otras posibilidades productivas, son simplemente cerradas, destruidas al no ser suficientemente rentables. En consecuencia, pienso que es necesario salir de la sociedad del trabajo para dar inicio a la realización de actividades útiles. La crítica del trabajo no quiere decir necesariamente cultura bohemia, culto a la pereza. Se trata de la necesidad de liberarse del culto al trabajo. En efecto, el sistema del trabajo capitalista no habría sido nunca eficaz si no hubiese impulsado constantemente un verdadero culto al trabajo, aquello que históricamente se denomina “ética protestante del trabajo”, para la cual el trabajo, la fatiga, la actividad en cuanto tal, constituyen una forma de nobleza del ser humano más allá de todo contenido. En todas las sociedades capitalistas, la fatiga existe no porque se pretenda cumplir algún objetivo, no por estar en la obligación de trabajar ocho o diez horas por día, no por apuntar hacia algo considerado como deseable. En la sociedad capitalista industrial es el hecho de trabajar, como tal, lo que es apreciado. Incluso en el plano moral. Es así que los desocupados son con frecuencia considerados como personas inútiles, dañinas. Muchos de ellos sienten vergüenza de no tener trabajo, mientras que si trabajasen en una fábrica de bombas o de llaveros estarían muy orgullosos por el hecho de “trabajar”. Como si no fuera preferible no trabajar, en vez de participar en la producción contemporánea. Porque el orgullo tradicional de los trabajadores consiste simplemente en haber logrado vender su fuerza de trabajo, sin interrogarse sobre su contenido. Ahora bien ¿por qué resulta más honorable trabajar en una fábrica en la que se fabrican bombas o automóviles que encontrarse en la situación de las mujeres, por ejemplo que “no trabajan”, y que se ocupan de los niños y de la casa?
El culto al trabajo en el sistema capitalista se ha encargado de valorizar cierto tipo de actividades, solamente teniendo en cuenta el gasto de energía vital destinado al trabajo, dejando de lado el contenido. En el capitalismo, hay que desprenderse de esto y apreciar el trabajo más allá de todos los contenidos. Se dice con frecuencia que el desempleo constituye una afrenta contra la dignidad humana. Francamente no veo en donde está la dignidad en el hecho de lograr venderse. La dignidad residiría más bien en el hecho de tener el derecho a acceder a todos los recursos para organizar la propia vida. Lo que implica que una política de crítica social, el día de hoy, de oposición a la sociedad capitalista, no debería pedir la creación de nuevos empleos, o de soñar con un imposible retorno a la sociedad del pleno empleo, sino más bien exigir para todo el mundo, individual y colectivamente, el derecho de acceder directamente a los recursos, terrenos, talleres, fábricas o al saber inmaterial, con el fin organizar colectivamente la producción allí en donde es verdaderamente necesario. Porque una buena parte de la producción actual no es, por supuesto, absolutamente necesaria y podría ser detenida. Armamentos, burocracia, autos que deben ser cambiados tres años después de su adquisición.
Pero cuando se hace este tipo de proposición hay siempre alguien que protesta: “¡Pero entonces no habrá más empleos, más puestos de trabajo si se detiene esta forma de producción!”. Se debe responder a esta objeción: “¡Sería mucho mejor para la sociedad si se pudiese asegurar su supervivencia con mucho menos trabajo!”. ¡Y naturalmente a costa de esta ley social que hace de la venta de la propia fuerza de trabajo la condición para el acceso a la riqueza social!
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