El solsticio de invierno en la cultura popular
Una reflexión crítica sobre las fiestas de navidad
Vivimos estos días la época del año en que los días son más cortos y las noches más largas. Dentro de unos pocos días el sol comenzará a salir por el horizonte algunos segundos antes cada día y se ocultará también un poco más tarde que el día anterior. Para las mentalidades primitivas este hecho constituía algo sorprendente y esperanzador. Cuando parecía que el sol se apagaba poco a poco y que pronto se extinguiría, repentinamente un día comenzaba de nuevo a subir cada día un poco más sobre el horizonte y a permanecer algunos minutos más brillando en el firmamento. El solsticio de invierno marca convencionalmente el paso del otoño al invierno, pero sobre todo señala el momento en que el sol comienza de nuevo a brillar durante más tiempo en el cielo.
El capitalismo, que todo capitaliza, también ha capitalizado los rituales comunitarios relacionados con los ciclos anuales de la naturaleza y de la vida. Un año más volvemos a vivir la gran celebración del consumo, de la banalidad y de la repetición de rituales vacíos, totalmente desprovistos de significado, vinculada a eso que que llamamos “la navidad”. En el marco de una reflexión crítica sobre el mundo que nos rodea y del constante cuestionamiento, desde abajo, de cualquier intento de imponernos un orden desde arriba, creemos necesario repensar el significado que tiene esta época del año, el que ha tenido en otras épocas para las comunidades vinculadas a la tierra y el que deseamos que tenga para nosotros. Es importante no solo conocer las tradiciones y su origen sino tratar de recuperarlas dotándolas de un significado actual que circule siempre desde abajo hacia arriba. Si recuperamos las tradiciones es porque nos sirven a los de abajo para expresarnos y para dotarnos de instrumentos que nos ayuden a reforzar nuestros lazos comunitarios y nuestra relación con la tierra, con la luz, con los otros seres vivos, con nuestros antepasados y, en definitiva, con la vida.
En las culturas tradicionales de los pueblos del hemisferio norte, los ciclos anuales relacionados con la posición de la tierra con respecto al sol han tenido una enorme importancia. La tierra es la fuente de la vida, pero necesita del sol, de su luz y de su calor para dar frutos. Por ello en las culturas tradicionales, el sol con sus ciclos anuales ha sido el protagonista de grandes fiestas y celebraciones. Los solsticios de verano y de invierno señalan los momentos clave, los puntos de inflexión, en el ciclo anual de la órbita solar. Si el solsticio de verano es el momento en el que hay más horas de sol, y la tierra comienza a fructificar, y por tanto es el símbolo de la plenitud de la vida; el solsticio de invierno, cuando el sol hace su recorrido más corto y más bajo sobre el horizonte es el símbolo de la oscuridad pero también de la esperanza renovada. El día del solsticio de invierno es el día más oscuro del año, pero también es el día del triunfo de la luz sobre las tinieblas, porque es cuando el sol comienza de nuevo a hacer más largo su recorrido.
El solsticio de invierno es el momento de la celebración del triunfo de la luz sobre las tinieblas, de la celebración de la esperanza de que la tierra recién sembrada volverá a dar frutos una vez más, renovándose así la vida. También es el momento en el que la despensa está llena, hay leña suficiente en la leñera, la matanza del cerdo todavía está reciente y los tocinos cuelgan del techo. Hay alimentos, pero tienen que durar todo el invierno. Se acerca una época dura y hay que prepararse para ello celebrando durante algunos días la abundancia. Las horas de luz son pocas y los trabajos en el campo casi nulos. Es el tiempo de las experiencias limítrofes, de la locura y de lo grotesco. Es el tiempo de establecer los límites entre lo que fue, lo que es y lo que será, entre lo racional y lo imaginario; es el tiempo en el que el desorden se rebela contra el orden de los estrictos ciclos temporales. Es por tanto el tiempo de la fiesta, de las máscaras que ocultan y que disuelven al individuo en el grupo, que permiten la subversión contra las normas como una forma de terapia comunitaria que garantiza el equilibrio, porque después de los excesos todo volverá a la normalidad, y el sol de nuevo volverá a traer más luz y más vida.
En esta época, en toda Europa, se celebraban, desde tiempo inmemorial, grandes fiestas y mascaradas en las que la música y la danza acompañaba a los rituales en los que las máscaras servían para representaciones dramáticas, relacionadas en muchos casos con magias al servicio de la fertilidad y de la fecundidad, que significaban una catarsis de los problemas surgidos en la vida comunitaria y en las que la comunidad se reintegraba de forma simbólica en la naturaleza por medio de su identificación con seres salvajes, que entre gritos y aspavientos reforzaban los lazos que unen la vida de las personas a la tierra, a la luz y a la oscuridad. La separación entre cultura y naturaleza queda disuelta por medio de estas mascaradas en las que se recrean las relaciones entre los miembros de la comunidad, las relaciones con sus ancestros, y las relaciones de la comunidad con la tierra y con el resto de seres que viven en ella. Durante las mascaradas se profieren injurias, se hacen públicos los hechos escandalosos que hasta entonces se habían mantenido ocultos, se hacen sátiras, se desbaratan objetos y durante unos días se rompe con los moldes que mantienen el orden y la racionalidad.
Los zangarrones, obisparras, carochos, cencerrones, diablos, birrias, tafarrones, talanqueiras, zarramanculleiros, caretos, zamarracos, zarramacos, botargas, morraches, guirrios, sidros, zamarrones, trapajones, ziripot, zaldikos, zezengorris, momotxorros, juantramposos, joariak… son algunos de los muchos nombres que tienen algunos de los personajes que componen las mascaradas de invierno en diferentes lugares de la península ibérica. Sus equivalentes en el resto de Europa son los strohbär, reisigbär, strohmann, pelzmärtle, cerbul, sauvages, boes, schnappviecher, babugeri, busós, arkouda, burryman…
Las mascaradas son celebraciones que surgen de las culturas populares. Son tradiciones desde abajo. Basándose en estas celebraciones tradicionales del solsticio de invierno, Roma, impuso, desde arriba, sus propias celebraciones, las saturnalias, las fiestas del sol invictus. Estas eran las fiestas que se celebraban en el imperio romano en honor al dios Saturno, como dios de las cocechas y el trabajo con la tierra.
La iglesia católica retomó la tradición de Roma y adaptó la idea del sol invictus para hacer honor a su dios hecho hombre como luz del mundo que triunfa sobre las tinieblas y estableció en la misma época del año, el solsticio de invierno, la festividad de la navidad para conmemorar el nacimiento de su dios luz hecho hombre. La iglesia católica trató de sustituir las antiguas celebraciones del solsticio de invierno por la nueva celebración de la navidad, pero el fuerte arraigo popular que tenían las mascaradas hizo imposible evitar su celebración por lo que fueron trasladadas al final del invierno, haciéndolas coincidir con las celebraciones del comienzo de la primavera. Para ello la iglesia se inventó un nuevo tiempo litúrgico dentro del ciclo anual al que denominaron “Carnaval” en el que trataron de reunir todas aquellas festividades que se consideraban “paganas” y con las que no pudieron acabar mediante prohibiciones. De esta manera las mascaradas pasaron a formar parte de las fiestas de primavera, llamadas fiestas de carnaval.
Asociada también a esta época del año en el que la abundancia está directamente relacionada con la perspectiva de escasez y la esterilidad con la esperanza de una renovación de la fertilidad, se encuentra la costumbre de intercambiar dones y regalos. Entre los celtas, esta costumbre del intercambio de regalos, coincidente con la época de comienzo de un nuevo ciclo solar, era conocida con el nombre de “eguinad”, de donde se supone que procede la palabra “aguinaldo”, aunque según algunos autores el origen de esta palabra, a través de “aguinando” y “aguilando”, se encuentra en la expresión latina “hoc in anno” utilizada en la costumbre existente en Roma de hacer regalos durante los primeros días de cada nuevo año en honor de los dioses y como señal de felices augurios. A estos regalos los llamaban strenae de forma general y Kalendariae strenae a los regalos que se hacían con motivo del comienzo del nuevo año. Strenia era también el nombre de la diosa del año nuevo y Strenua era el nombre del bosque sagrado al que acostumbraban a acudir el primer día del año a recoger verbena. La costumbre de hacer regalos en esta época del año continuó hasta nuestros días bajo la forma de los aguinaldos o aguilandos y la iglesia católica la mantuvo por medio de la celebración de la festividad de los reyes magos. La costumbre romana de las strenae vinculada a la entrada del nuevo año derivó en los entroidos, de donde procede también el nombre de antruejo, con que se designan en algunos lugares a las mascaradas invernales.
En Castilla, aún se conserva en algunos lugares la celebración de mascaradas en las que el protagonista indiscutible es el zamarraco, conocido también con otros nombres como zarramaco, morrache, botarga, guirrio, sidro o zamarrón. Es un personaje situado en el límite entre humano y salvaje que se dedica a provocar, fomentar el desorden e incitar a la desobediencia. Se cubre con pellejos de carneros y porta unos grandes cencerros. Suele llevar en las manos un instrumento de azote con el que propina zurriagazos a diestro y siniestro. Existen personajes similares en toda la tradición europea y su origen se remonta a la noche de los tiempos, pues se han encontrado personajes parecidos en algunas pinturas rupestres del paleolítico como el chaman-ciervo de la cueva de Trois-Frères en Francia.
También se conserva aún en muchos pueblos de Castilla la costumbre de los aguinaldos. En la actualidad suelen ser los jóvenes de los pueblos los que cantan coplas y hacen una ronda por las casas del pueblo pidiendo alimentos con los que luego poder hacer una celebración. Antiguamente, además de los jóvenes y niños solían ser los pastores los que pedían en las casas de los agricultores.