En el número 61 (Verano, 2015) de La Fertilidad de la Tierra podemos encontrarnos con una interesantísima entrevista con Mae-Wan Ho, genetista, investigadora sobre transgénicos y sobre las propiedades cuánticas del agua, escritora y artista, en la que habla sobre sus intereses, sus preocupaciones y sus investigaciones.
Mae-Wan Ho critica la ciencia que ella llama «modernista occidental» pues «está basada en separar al sujeto consciente de la Naturaleza», ya que según sus propias palabras: «La ciencia occidental convencional se basa en rechazar la idea de una Naturaleza interconectada en su totalidad. Por ello, sólo puede abordar el entendimiento de la Naturaleza a trozos, como si se tratara de una máquina gigante, reduciendo el todo a sus partes. Paradójicamente, cuando la ciencia alcanzó los límites del reduccionismo mecanicista surgió la física cuántica, que nos muestra de forma incuestionable que la Naturaleza no se puede reducir. El sujeto consciente está ligado al objeto de su estudio de forma irreductible, y todos nosotros, desde las partículas elementales hasta las estrellas y galaxias, estamos entrelazados unos con otros de manera inseparable.»
Mae-Wan Ho es cofundadora del ISIS (Instituto de la Ciencia en la Sociedad) y una de las responsables del informe publicado por esta institución en 2008 titulado «Food Futures Now Organic-Sustainable-Fossil Fuel Free», en el que entre otras cosas se demuestra que la producción de alimentos a pequeña escala es la solución clave a los problemas de seguridad alimentaria provocados por el cambio climático.
No cree que la solución al agravamiento del cambio climático pase por dejar de comer carne, aunque sí es necesario reducir de forma sustancial su consumo y, sobre todo, es urgente dejar de criar ganado de forma intensiva e industrial. Los pastos permanentes mantenidos de forma ecológica y la crianza de ganado en extensivo, con pastoreo en parcelas, son altamente sostenibles, y además sirven como herramienta de secuestro del carbono almacenado en las profundas raíces de las gramíneas. «La simbiosis entre el pasto y el hervíboro practicada durante miles de años es la respuesta».
«La clave está en lo pequeño, diverso y local»
Nuestra relación con la Naturaleza debe cambiar. Debemos recuperar los conocimientos locales que en la mayoría de los casos se han perdido definitivamente: «Desde el comienzo de la agricultura, hace quizás 10.000 años, los agricultores han sembrado y recolectado de acuerdo a las estaciones y algunos se han guiado por un calendario más sofisticado basado en la conjunción precisa de los cuerpos celestes.»
Dado que el universo en su totalidad está fuertemente interconectado, Mae-Wan Ho afirma que «Es totalmente posible que la intención del productor influencie a las plantas y animales a los que cuida.»
Aunque quizá peque de excesivo optimismo cuando dice: «Y la mejor de las buenas noticias esd que el agotamiento de los combustibles fósiles ya ha comenzado».
¿Saben ustedes que alrededor del lago Victoria dos millones de personas pasan hambre cuando, cada día, desde ahí viajan dos millones de raciones de perca del Nilo hacia los mercados internacionales?
(Gustavo Duch)
La pesadilla de Darwin es un documental imprescindible para entender cómo funciona el mundo de los mercaderes en el que se producen alimentos destinados al mercado para que millones de personas se mueran de hambre.
Reproducimos el artículo de Gustavo Duch publicado en su página web:
Las hazañas de nuestra civilización te acosan, están por todas partes. Al entrar a la ciudad ves todas esas hectáreas de coches fabricados en los últimos meses, perfectamente alineados, listos para vender, y piensas ¿se venderán todos?En un documental ves que en un espacio dónde cabrían once estadios de fútbol, cerca de Accra, la capital de Ghana, se almacenan millones de toneladas de desechos electrónicos y piensas ¿se vendieron todos? O como en aquella ocasión en que visité una planta para elaborar tomate frito. Era como una pequeña central nuclear por donde millones de tomates circulaban en un circuito de tuberías que permitían la asombrosa producción de miles de barriles.
Hazañas que son metáforas del hambre. Pues aunque al hablar del hambre identificamos una grave situación de déficits, en realidad su origen no es más que la cara B de la sobreproducción, algo santificado por el capitalismo, que ha encontrado, en estos tiempos de la globalización neoliberal, el mejor de los escenarios: un mercado global y unas políticas diseñadas para mercadear.
Cuando leemos que se produce casi el doble de lo que se requiere para alimentar a toda la población mundial, lo que hemos de interpretar no es sólo que el problema del hambre no es la falta de alimentos, sino que el problema es precisamente el exceso de materias primas, porque en el mundo actual nos encontramos que más del 20% de las tierras cultivadas están produciendo materias primas como la palma africana, colza, caña de azúcar, soja y plantaciones de árboles que no es que no se coman directamente, que lo es, sino que esas áreas agrícolas se han conseguido a base de expulsar a millones de personas que ahí tenían su sustento. Y ahora no.
Pero además, buena parte del resto de cultivos tampoco están respondiendo a su objetivo alimentario sino que sirven al juego de los intereses económicos. Por un lado, de quienes en las bolsas de valores, cual malabaristas con sus bolas, hacen subir y bajar su precio en función de sus inversiones. Por otro, vemos como los alimentos -imantados por donde está el poder adquisitivo- viajan del sur al norte, de los lugares del hambre a los lugares de la abundancia. Hay un ejemplo que que me martillea. ¿Saben ustedes que alrededor del lago Victoria dos millones de personas pasan hambre cuando, cada día, desde ahí viajan dos millones de raciones de perca del Nilo hacia los mercados internacionales?
Ninguna de las soluciones al hambre pasa por producir en cada territorio, con el esfuerzo de sus gentes, la parte sustancial para una alimentación suficiente y sana. Al contrario, se insiste en la necesidad de incrementar las producciones en base a un sistema productivo que depende del uso y abuso de un recurso finito, el petróleo; que castiga a la tierra hasta llevarla al agotamiento; y que acaba con la biodiversidad, vital para adaptarse a los cambios climáticos. No sólo es responsable del hambre actual, será responsable de un hambre que huele a colapso.
En respuesta a la aprobación de la llamada “Ley de Sostenibilidad y Racionalización de la Administración Local”, que pone en grave riesgo lo poco que queda aún de autonomía en el funcionamiento de los pequeños núcleos rurales en los que todavía hay algo de vida, la Plataforma Rural organizó unas Jornadas “Por la Autonomía en los Pueblos”. Fruto de estas Jornadas que se celebraron en abril de 2013 son los materiales recogidos en el presente informe.
Se llaman gobiernos revolucionarios, de izquierdas, populares, indígenas… pero son más de lo mismo. Deciden cómo tiene que vivir la gente; deciden lo que necesita el pueblo; deciden lo que es pobreza y lo que es riqueza; deciden que lo que hace falta es progresar, ser modernos, desarrollarse… A estro se le empezó a llamar «Despotismo Ilustrado» hace algunos siglos… Y seguimos instalados en él.
El gobierno de Evo Morales quiere sacar de la pobreza a su pueblo, porque para ellos vivir en un choza de paja, sin electricidad, ni teléfonos, ni televisión, es ser pobre. Quiere llevar el progreso y el desarrollo a los pobres indígenas…
Evo Morales forma parte del plan globalizador que pretende asfaltar el mundo entero para acabar con la pobreza de quienes no se sienten pobres y llevarles la riqueza de quienes son pobres de verdad.
La ideología del Progreso en Latinoamérica
Las palabras “progreso”, “desarrollo” y “modernización” en el mundo capitalista, o sea, en el mundo, son la corteza ideológica de la acumulación de capitales y el crecimiento económico; configuran el discurso de la clase dominante puesto que ellas son su eje vertebrador. En América Latina, mientras imperó el modelo agro-exportador neocolonialista y gobernaron las oligarquías que se beneficiaban de él, tales conceptos tuvieron un significado claro: el progreso era progreso de los otros, del capitalismo exterior. El desarrollo mundial de las fuerzas productivas se concretaba en subdesarrollo local y la capitalización exterior, en una descapitalización interior. Mientras dominaron los terratenientes latifundistas y la burguesía comercial, la inmensa “riqueza” de la tierra, es decir, el precio de sus recursos en el mercado mundial, equivalía a la pobreza más abyecta de la mayoría de sus habitantes, proletarizados a la fuerza y bajo la amenaza permanente de la desocupación. A falta de una clase media floreciente y de una burguesía local emprendedora, la industrialización fue tardía, escasa y deficiente. Entre tanto, el papel de la tecnología en el desarrollo económico adquiría una importancia creciente y la clase dirigente latinoamericana tenía que importarla trasfiriendo su coste a la masa asalariada. El sistema hacía aguas y se sumergía en crisis sociales intensas. La paradoja de un capitalismo imperialista enemigo de un desarrollo capitalista local dio lugar a la formación de un nacionalismo resistente, curiosamente representado por políticos conservadores y dictadores militares que se significaron en el aplastamiento de un movimiento obrero independiente, de un campesinado combativo y de una clase media radical en horas bajas. El programa industrializador y desarrollista de la casta militar usaba el Estado como agente principal, tratando de desempeñar la función histórica que no tuvo la burguesía.
El Estado debía romper la “dependencia” político-económica exterior, reforzando bancos nacionales y levantando barreras proteccionistas, aunque sin lesionar ni los intereses caciquiles sobre los que se sostenía, ni contrariar la geoestrategia del capital estadounidense. En un pulso desigual, el imperialismo norteamericano se impuso y la vía “prusiana” autoritaria de desarrollo capitalista fue la que predominó durante la fase globalizadora: el Tesoro americano, la Banca Mundial y el Fondo Monetario Internacional, fueron las instancias que perfilaron sin discusión las políticas económicas de Latinoamérica basadas en la estabilidad macroeconómica y la inversión exterior, al menos hasta finales de los noventa. Los exiguos logros de la globalización permitieron el acceso de la población urbana a las migajas obtenidas con la explotación del territorio y la terciarización, pero el principal fruto que el desarrollismo desregularizador y neoliberal había desarrollado era una burocracia depredadora y corrupta cuya gestión arruinó a las nacientes masas consumidoras, empujándolas a la emigración y desestabilizando un país tras otro. En ese contexto emergen nuevas fuerzas sociales de perfil socialpopulista que amparándose en las estructuras políticas vigentes llegarán al poder. A pesar del lenguaje izquierdista a la antigua usanza, no pretenden abolir capitalismo mediante una “revolución” socialista. Dichas fuerzas, producto de la evolución de las clases en la última fase capitalista, tratan en realidad de estimular la creación de capitales desde una óptica reindustrializadora y neoextractivista. El Estado vuelve a ser el instrumento de un despegue económico y tecnológico capaz de repartir beneficios y dotarse de una amplia base social. La nueva burocracia es progresista, ya que la componen dirigentes de los recientes movimientos sociales, viejas figuras de los antiguos y tecnócratas de vanguardia; también es el agente actual del desarrollismo, hoy muy dependiente del capital financiero, y el adalid del progreso material entendido como alta capacidad de consumo de mercancías.
Es evidente que el “desarrollo” de la economía es fundamental para la buena marcha de una sociedad sometida a las leyes del mercado mundial, y éste parece depender ante todo de la explotación de recursos mineros, madereros, acuíferos, narcóticos, agrícolas y petroleros. Parece que no haya más alternativa que la desintegración de las viejas estructuras ligadas a formas obsoletas de capitalismo o la destrucción del territorio y la desintegración de las comunidades supervivientes. La nueva clase dirigente intenta entonces imponer un modelo extractivo basado en la explotación del patrimonio natural como motor principal de crecimiento. Reproduce pues el viejo modelo exportador, pero con la novedad de reinvertir parte de las ganancias en los sectores de la población sobre todo campesina que permanecían al margen del mercado, hecho que les hacía merecer la categoría de “pobres”, recurriendo al crédito con el objeto de integrarlos en el mercado y de pasada legitimarse. Según los cánones progresistas, el “bienestar” se concreta en la posesión de objetos fetiche como automóviles, electrodomésticos, ordenadores y teléfonos portátiles, en el uso de pesticidas y cartillas bancarias, o en la compra en grandes superficies, exactamente el tipo de miseria caracterizada por la abundancia de mercancía inútil que prolifera en los países enteramente capitalizados. El Progreso, bandera de la nueva clase, no es más que la industrialización del territorio y la monetarización de toda la actividad social. Así pues, los modos de vida tradicionales, agrarios, colectivistas, han de sucumbir ante el modo de vida moderno, consumista, individualista y depredador, para que el sistema económico se mantenga y la burocracia extractivista se consolide.
En América Latina, los Estados son ahora la pieza clave de la globalización, de cuyas infraestructuras se encargan sus gobiernos. Las carreteras, las represas, las urbanizaciones y las centrales eléctricas preparan y acondicionan el territorio para la penetración de la economía: se encargan de “vertebrar y articular el país”, es decir, facilitan la transformación del territorio en capital. Dicho proceso es indiferente a las necesidades reales de la población y a los impactos medioambientales, pues persigue objetivos meramente capitalistas. Y precisamente las comunidades indígenas, no contaminadas por el Progreso se yerguen como baluarte de la barbarie desarrollista, pagando el precio de la criminalización de su protesta, de los vejámenes policiales y del soborno de sus representantes. La defensa del territorio no es simplemente una resistencia a la expropiación, es una defensa de la identidad, de la cultura, del patrimonio ancestral. Por eso se convierte en faro de las masas urbanas colonizadas, atrapadas en modos de vida neuróticos, frustrantes y despersonalizados, reprimidos, infelices y extremadamente dependientes. La idea de Progreso cobra en las periferias metropolitanas, en las conurbaciones parásitas, un sentido tanto o más macabro que en los proyectos faraónicos insensatos con que la nueva casta progresista castiga al territorio. Las luchas no se detienen en regatear servicios estatales, reclamar más créditos o exigir más puestos de trabajo, reivindicaciones que limitan los movimientos urbanos. Son luchas antiestatales y anticapitalistas, reclaman el derecho a ignorar al Estado-Capital y vivir al margen de él. Precisamente lo que en la época de su fusión completa con el Capital ningún Estado puede tolerar.
«Les passionnés de la nature sont à l’avant-garde de sa destruction.» Bernard Charbonneau, Le Jardin de Babylone
Siempre se le ha llamado “leña”, pero ahora se llama “biomasa”. ¿A qué se debe este cambio de nombre? Gabriel Celaya dijo que “la poesía es un arma cargada de futuro”. Las palabras, en cambio, son armas cargadas de mensajes. En el mundo mercantilizado en el que vivimos, las palabras contienen mensajes publicitarios. Las palabras ya no sirven para identificar aquello a lo que designan, sino para engañar, para mentir y, a fin de cuentas, para vender.
La leña ha sido, y sigue siendo todavía en muchos lugares, la principal fuente de energía doméstica. Los hogares tradicionales utilizan leña para calentarse, para cocer el pan y para cocinar. Es una fuente de energía renovable, si se explota de una forma respetuosa. Las comunidades campesinas, en todo el mundo, han utilizado durante siglos la leña como combustible. Habitualmente la leña se recoge en los montes comunales por medio de suertes. Los vecinos se ponen de acuerdo en la cantidad de leña a cortar cada año y se reparten el producto obtenido por medio de suertes. Saben que el monte les asegura la energía que necesitan si son respetuosos con él. Se recoge la leña caída de forma que los bosques se mantienen limpios, y se corta la leña teniendo cuidado de que el bosque continúe produciendo leña para todos los vecinos durante sus vidas y las vidas de sus descendientes y de los descendientes de sus descendientes.
No se puede derrochar la leña, porque hay que asegurarse de que no falte en el futuro. No en todos los lugares se dispone de la misma cantidad de leña. En los pueblos de montaña, la leña puede ser también un recurso para intercambiar con productos de primera necesidad de los que carecen. En estos lugares la leña se solía convertir en carbón con el fin de conseguir la misma eficiencia energética con mucho menos volumen, siendo por tanto más fácil de transportar y de intercambiar por productos de los que carecían, por ejemplo, trigo.
El sistema tradicional de explotación de los bosques es autogestionado por sus beneficiarios sin necesidad de intermediarios, ni “emprendedores”, ni empresas que buscan obtener beneficios haciendo grandes negocios.
En un mundo mercantilizado como el actual, la energía no es una necesidad sino un negocio. La llamada “revolución industrial” y el auge del liberalismo y de la modernidad con sus “avances” científicos y técnicos, arrebataron la energía de las manos de los pueblos. El objetivo era convertir a las gentes libres y autogestionadas en esclavos dóciles, trabajadores a cambio de un salario y voraces consumidores de energía y de productos que no necesitan para nada.
La alarma provocada por el inminente fin de las reservas petrolíferas, el cambio climático, y el auge de los movimientos “ecologistas” que denuncian las consecuencias nefastas de la industrialización salvaje y del ilimitado consumo energético han sido los detonantes para que la “ecología”, “lo verde”, “lo limpio”, “lo renovable”, “lo bio”… se hayan convertido en palabras fetiche, en marcas de calidad, en etiquetas destinadas al mercado de consumo. Como el petróleo se está acabando hay que buscar alternativas para que todo siga igual. Y para que no vuelva a ocurrir lo mismo, las alternativas deben ser “renovables”, es decir, infinitas, porque la gran ilusión del sistema capitalista es que vivimos en un mundo de recursos ilimitados, infinitos y, por tanto, vivimos en un mundo en el que se puede crecer sin parar; no existen límites al crecimiento.
La leña se ha convertido en “biomasa”. La palabra suena bien, suena a “ecología” y a “verde”. La “ciencia” aporta argumentos a los mercaderes y elabora estudios con muchas fórmulas en los que se demuestra que el CO2 emitido por la combustión de “biomasa” queda compensado con el CO2 absorbido por los bosques de donde procede. Justifican la utilización de un combustible que se ha utilizado durante siglos como si lo acabaran de descubrir. Lo que sí han descubierto los modernos mercaderes es la forma de apropiarse de una nueva fuente de energía. Se apropiaron del agua haciendo desaparecer miles de pequeños molinos hidráulicos, muchos de ellos comunales, para construir enormes embalses. Se han apropiado del aire construyendo inmensos parques eólicos en las cumbres de las montañas. Se han apropiado del sol mediante la instalación de grandes huertos solares. Ahora se apropiarán de los bosques, de los montes comunales, para explotar la leña a la que ahora llaman “biomasa”.
La utilización de “biomasa” es por tanto un paso más en la centralización de las fuentes de energía. La explotación autogestionada de los montes para la obtención de leña se encuentra ya en vías de desaparición. Los pocos montes comunales que todavía quedan serán privatizados, “desamortizados” como decían en el siglo XIX, y entregados a empresas privadas que los explotarán pensando en su beneficio. A los vecinos de los pueblos a quienes arrebatarán sus montes comunales les ofrecerán cambiar sus viejas cocinas de leña por modernas estufas de “biomasa” que deberán alimentar con unas cosas que llaman “pellets” fabricadas con “biomasa”, es decir, con su leña, con la leña que les han arrebatado. También construirán centrales eléctricas de “biomasa” y venderán la electricidad más cara porque es “verde”.
Dicen que así seremos más libres. Tendremos más tiempo, porque ya no necesitaremos ir al monte a cortar leña para calentarnos y para cocinar. Bastará con que apretemos un botón. Todo el tiempo que ganaremos lo podremos utilizar en viajar, en hacer turismo y en ir de compras. Qué bien. Y todo utilizando energías renovables y ecológicas, biomasas, biocombustibles, biodegradables y biocarísimas. Tendremos la conciencia tranquila porque cuanta más energía gastemos más protegeremos el medio ambiente y el planeta, contribuiremos al relanzamiento de la economía, a la salida de la crisis, a la felicidad mundial y sobre todo a la evolución de la especie.
Paul Kingsnorth, Este colapso económico es una «crisis de enormidad», traducción de Javier Villate
Hace medio sigo que Leopold Kohr advertía sobre los problemas que acarrearía al mundo la desmesura. Leopold Kohr fue un pensador político que no fundó ningún movimiento ni promovió ninguna revolución. Sus ideas, que han sido ignoradas por casi todos los «intelectuales», se basan en algo tan secillo como esto: «Siempre que algo está mal, ese algo es demasiado grande».
Las propuestas de Kohr son presentadas en este breve y clarificador artículo de Paul Kingsnorth
Partiendo de una ley sobre el aborto promulgada en Alemania a comienzos de los años 1990, Barbara Duden hace una reflexión crítica sobre la forma en la que la sociedad moderna intenta configurar, controlar y conducir la vida y la experiencia del cuerpo. El punto de vista de Barbara Duden es radicalmente diferente al habitual. No plantea valoraciones morales sobre el aborto sino sobre la forma en la los Estados modernos imponen la visión técnico-científica para el control de los cuerpos y de la vida, consiguiendo que la experiencia del cuerpo deje de ser una percepción sensible inmediata para volverse una abstracción solo legible instrumentalmente. La resolución del tribunal alemán es considerada por la autora de este ensayo como un atentado jurídico contra la autopercepción del ser-mujer.
Barbara Duden considera que el Estado alemán de los años 1990, por medio de sus tribunales, vuelve a fundar la asignación de la dignidad humana sobre criterios biológicos, tal como lo hiciera en la época del dominio nazi. El Estado se erige en protector del feto y considera a la mujer como una tercera bajo sospecha. Las mujeres son vistas en el mundo tecnocientífico como “productoras de vida” y como tales deben ser vigiladas por los aparatos del Estado.
Las mujeres de antaño estaban “de buena esperanza”, es decir, cuando quedaban embarazadas, no “tenían”, sino que “esperaban” un niño. Cuando habían dado a luz, se volvían madres. Ahora, los tribunales pretenden que el aterrizaje de un blastema genéticamente extraño en la mucosa del útero sea el detonante de la maternidad. Antaño la mujer se hacía madre porque había traído un “Tú” al mundo. Ahora se convierte en madre porque su sistema inmunológico es capaz de tolerar la alteridad de una mórula con un gen diferente de los suyos. En el mundo técnico-científico actual, la mujer no se hace madre por traer un nuevo ser humano al mundo, sino que es un cuerpo extraño en su seno el encargado de convertirla en madre. Como afirma Barbara Duden: “la misoginia no podría ser más completa”.
En la resolución del tribunal analizada, la autora ve una prueba patente de que la percepción desencarnada del propio organismo se ha vuelto una característica fundamental de nuestra época. La realidad es entendida hoy como la interpretación de diagnósticos. Según sus propias palabras: “… el gremio (jurídico) ideó adjudicar ‘dignidad humana’ a un hecho científico, un ‘hecho’ sin brazos ni piernas, sin cara ni cola, sin pies ni cabeza. Ideó definir como sujeto último de las protecciones garantizadas por la Constitución una entidad invisible, intocable, cuya noción y existencia dependen de un diagnóstico interpretado por expertos”.
Barbara Duden concluye con una protesta: “Protesto como mujer que quiere quedar en su cuerpo, que se decidió a confiar en sus sentidos, a vivir, sorprendida por la realidad que tiene olor, gusto y forma…”
El antidesarrollismo quiere que la descomposición inevitable de la civilización anticapitalista desemboque en un periodo de desmantelamiento de industrias e infraestructuras, de ruralización y de descentralización, o dicho de otra manera, que inicie una etapa de transición hacia una sociedad justa, igualitaria, equilibrada y libre, y no un caos social de dictaduras y guerras. Con tal augusto fin, el antidesarrollismo trata de que estén disponibles las suficientes armas teóricas y prácticas para que puedan aprovecharlas los nuevos colectivos y comunidades rebeldes, germen de una civilización distinta, liberada del patriarcado, de la industria, del capital y del Estado.
El texto que publicamos a continuación, cuyo autor es Miguel Amorós, es la transcripción de la Charla en las Jornadas en defensa del territorio del 17 y 18 de mayo de 2014, organizadas por la librería asociativa Transitant en Palma de Mallorca.
Miguel Amorós, Qué es y qué quiere el antidesarrollismo, 2014
El antidesarrollismo por un lado sale del balance crítico del periodo que se cierra con el fracaso del viejo movimiento obrero autónomo y con la reestructuración global del capitalismo; nace pues entre los años setenta y ochenta del pasado siglo. Por otro lado, surge en el incipiente intento de ruralización de entonces y en los estallidos populares contra la permanencia de fábricas contaminantes en los núcleos urbanos y contra la construcción de centrales nucleares, urbanizaciones, autopistas y pantanos. A la vez es un análisis teórico de las nuevas condiciones sociales que tiene en cuenta la aportación ecologista, y una lucha contra las consecuencias del desarrollo capitalista, aunque no siempre las dos cosas marchen juntas. Podemos definirlo como un pensamiento crítico y una práctica antagonista nacidos de los conflictos provocados por el desarrollo en la fase última del régimen capitalista, la que corresponde a la fusión de la economía y la política, del Capital y el Estado, de la industria y la vida. A causa de su novedad, y también por la extensión de la sumisión y la resignación entre las masas desclasadas, reflexión y combate no siempre van de la mano; una postula objetivos que el otro no siempre quiere asumir: el pensamiento antidesarrollista pugna por una estrategia global de confrontación, mientras que la lucha suele reducirse a tacticismo, lo que solamente beneficia a la dominación y a sus partidarios. Las fuerzas movilizadas casi nunca son conscientes de su tarea histórica, mientras que la lucidez de la crítica tampoco consigue iluminar siempre a las movilizaciones.
En el proceso de redefinición de una nueva cultura de la ciudadanía, hay que preguntarse cual es el lugar de la dimensión comunitaria, en tanto que esta es una dimensión constitutiva de la identidad de todo ser humano. Sin ella este último no existe como tal, ya que le falta su fundamento y su razón de existir. El ser humano es de entrada un ser comunitario y podríamos afirmar que esta dimensión comunitaria es transcultural: es decir presente en todas las culturas.
Esta es la realidad más sólida y viva a través de la cual, desde siempre y en las culturas más diversas las personas comparten y construyen su vida con los otros seres humanos, así como con el cosmos y las divinidades.
Por el contrario, la ciudadanía es una realidad relativamente nueva, aparecida en un momento concreto de la cultura occidental moderna (la Revolución Francesa). Podemos asimismo señalar que en el mismo seno de las culturas occidentales la importancia dada a la ciudadanía puede variar mucho de una cultura a otra. Ha devenido un punto de referencia mayor en la cultura francesa pero lo es mucho menos, por ejemplo, en Cataluña. Si salimos del espacio occidental observamos también que la importancia de la ciudadanía, como punto de referencia para organizar la vida de las personas es muy relativa, cuando no (claramente) nociva.