La ciudadanía un concepto occidental peligroso

En el proceso de redefinición de una nueva cultura de la ciudadanía, hay que preguntarse cual es el lugar de la dimensión comunitaria, en tanto que esta es una dimensión constitutiva de la identidad de todo ser humano. Sin ella este último no existe como tal, ya que le falta su fundamento y su razón de existir. El ser humano es de entrada un ser comunitario y podríamos afirmar que esta dimensión comunitaria es transcultural: es decir presente en todas las culturas.

Esta es la realidad más sólida y viva a través de la cual, desde siempre y en las culturas más diversas las personas comparten y construyen su vida con los otros seres humanos, así como con el cosmos y las divinidades.

Por el contrario, la ciudadanía es una realidad relativamente nueva, aparecida en un momento concreto de la cultura occidental moderna (la Revolución Francesa). Podemos asimismo señalar que en el mismo seno de las culturas occidentales la importancia dada a la ciudadanía puede variar mucho de una cultura a otra. Ha devenido un punto de referencia mayor en la cultura francesa pero lo es mucho menos, por ejemplo, en Cataluña. Si salimos del espacio occidental observamos también que la importancia de la ciudadanía, como punto de referencia para organizar la vida de las personas es muy relativa, cuando no (claramente) nociva.

Sin negar las consecuencias positivas que los conceptos de ciudadanía y ciudadano han podido aportar a la sociedad, estamos forzados a aceptar que estos no son los únicos parámetros válidos para asegurar una vida digna y plena a las personas.

Me parece pues, que una nueva cultura de la ciudadanía no (debería) olvidar la dimensión comunitaria, queriendo simplemente reducir el (“canon comunitario”) al (“canon de la ciudadanía”). Efectivamente, el primero precede y se encuentra en la base del segundo. Un tal cambio de perspectiva requiere a la fuerza un despertar a la realidad comunitaria constitutiva de nuestras vidas.

En este sentido voy a mostrar de entrada que a lado de los conceptos abstractos de individuo, colectividad y cultura pública, (propios) de la cultura moderna de la ciudadanía, se encuentran las experiencias vivas y existenciales de la persona, la comunidad y la cultura comunitaria (propias) de la dimensión comunitaria del ser humano y de la realidad. A la vez, voy a abordar la cuestión del pluralismo cultural y de la cohesión social desde la perspectiva de la cultura comunitaria. Finalmente, vamos a explorar algunas pistas de acción para (emplazar) la comunidad en el corazón de nuestra vida social.

Persona e individuo

Actualmente las palabras “persona” e “individuo” son utilizadas la mayor parte del tiempo como sinónimos. Pero, de hecho, existe una diferencia esencial entre una y otra. El concepto de individuo remite fundamentalmente al ser autónomo, que encuentra (su)justificación en si mismo y que se constituye entorno a un conjunto de derechos a ejercer, deberes a cumplir, de necesidades a (satisfacer), de impuestos a pagar… Funciona esencialmente sobre la base del racionalismo y del funcionalismo. Identifica su ser con su pensar, su libertad con su capacidad de escoger, su identidad con aquello que el hace y no con lo que es. El individuo, como ser autónomo, (no tiene) de formar parte de una comunidad, sino de ser uno más, de forma anónima, en el conjunto de la colectividad.

Este concepto de individuo autónomo, (propio) de la cultura occidental, se desarrolló especialmente con la Modernidad y tuvo su consolidación legal con la Revolución Francesa(2). Los aspectos positivos que la reivindicación de la individualidad ha podido tener frente a los abusos de poder y los autoritarismos, no deben impedirnos de constatar, a la vez, que su exaltación desmesurada nos ha llevado a un callejón sin salida.

El individualismo a ultranza se encuentra en la base del actual liberalismo económico, que se interesa solo por los individuos en tanto que consumidores, de la misma manera que el estado se interesa por ellos, en tanto que pagadores de impuestos y usuarios de servicios. La desintegración y la exclusión social tienen entonces el campo libre, pues las solidaridades comunitarias son ausentes o reducidas al mínimo en un espacio donde la autonomía individual ha devenido el único horizonte de nuestra vida. Si la exclusión social a la cual nosotros asistimos actualmente es en último término el fruto del liberalismo económico y de la ausencia del estado en su compromiso con la sociedad, a un nivel más profundo encontramos también la ideología del individuo autónomo en la raíz de este proceso. Sin ella, el liberalismo no podría reducirnos a simples consumidores, ni el estado a estrictos números en un conjunto colectivo. Será pues necesaria una revisión en profundidad de nuestra concepción del individuo autónomo en su condición de fundamento de la sociedad.

Podemos empezar esta revisión tomando en consideración la realidad viviente de la persona, que en lugar de fundarse principalmente sobre la autonomía, se funda sobre la dimensión relacional y sobre la dimensión comunitaria. La persona es singular, y quien dice persona dice nudo singular de relaciones. Implica una mirada más global que no se limita a sus derechos, deberes, necesidades, impuestos, profesión, sino que comprende todas las dimensiones de su existencia: sus creencias, sus valores, su visión del mundo, sus relaciones personales, sus sueños, sus deseos, que no son vividos necesariamente en un espacio privado, sino compartidos en un espacio comunitario. La persona responde a la cuestión: ¿quién eres tú?.

Por su especificidad que le es propia, la persona es miembro enteramente, no de una colectividad abstracta y anónima de ciudadanos y ciudadanas, sino de una comunidad en la cual se realiza, se da, recibe… En fin, más que pertenecer a una comunidad, la persona es esta comunidad, la cual recrea el mundo en unas (continuaciones) únicas, no repetitivos y, a la vez, sagrados.

Comunidad(3) y colectividad

De forma paralela a como he distinguido persona e individuo quiero hacer la distinción entre colectividad y comunidad. La colectividad es un agregado de individuos. Tiene su fuerza y su razón de ser en el número, en la ley de la mayoría. Más individuos hacen una colectividad más fuerte, menos individuos hacen una colectividad más débil. Su definición es esencialmente cuantitativa y es la base de esta cuantificación que la colectividad se organiza bajo la fórmula del estado-nación. Lo que cuenta en una colectividad es menos la calidad de las (relaciones) entre sus miembros y más el respeto de los derechos de cada uno y el acceso a los servicios públicos.

Cuando se habla de la participación de los ciudadanos y ciudadanas en los asuntos de la colectividad, no nos damos cuenta de que esta participación se ha vuelto difícil, casi imposible, por el hecho de que el sentimiento de pertenencia no se ha desarrollado en primer término en una dimensión comunitaria. No obstante, este sentimiento de pertenencia propio de todo ser humano no se da solamente sobre un plano racional y objetivo: implica el ser entero, con todos sus valores, creencias y símbolos. Estos son tan válidos y esenciales como todas las constituciones y cartas de derechos y libertades que puedan imaginarse.

Cada comunidad humana está constituida no de individuos que tienen su autonomía singular como horizonte de vida, sino de personas que, en sus relaciones interpersonales, construyen unos lugares durables, profundos y a la vez espirituales con los otros miembros. Si el individuo y la colectividad nos remiten a unos puntos perdidos en una masa uniformizante, la persona y la comunidad nos hacen sobretodo pensar en los nudos de (una red): sin nudo (persona) no hay (red) (comunidad); pero sin (red) no hay nudos. Toda comunidad humana encuentra su fuerza en la calidad y la solidez de las relaciones que sus miembros establecen entre ellos. Su fuerza no es numérica ni cuantitativa, sino cualitativa.

A diferencia de la ciudadanía y de la colectividad, la comunidad no se limita a las personas actuales: puede también incluir los ancestros (por ejemplo, culturas africanas) como también aquellos-as que aún no han nacido (por ejemplo, culturas indoamericanas). Puede ir más allá, en muchísimos casos, la simple realidad humana para incluir la del cosmos (naturaleza) y la de los dioses (lo divino). Las relaciones así establecidas incluyen finalmente toda la realidad viviente, cosa que constituye la comunidad como menos antropocéntrica y más holística en su relación con la realidad, y; pues, más ecológica en sus relaciones humanas.

Pero tristemente, la comunidad ha sido vista muchas veces como algo a (erradicar) ya que esta sería un escollo para el pleno desarrollo del individuo. Este proceso ha sido muy bien descrito por Bertrand Badie(4):

“La individualización de las relaciones sociales es considerada, desde la filosofía de las Luces, y más aún con el evolucionismo del siglo XIX, como emancipadora y racionalizante: ella libera progresivamente al individuo de las (allégeances) comunitarias, de la tutela de su grupo natural de pertenencia y conduce a una socialización más libre y más crítica, ella lejana de una voluntad natural de la cual es portador el grupo para sustituirla por una voluntad racional, haciendo lugar para el cálculo y la evaluación (…). Según esta lectura, todo comunitarismo no puede ser más residual, (vacío) de tradición y llamado a desaparecer: la gobernabilidad de los sistemas políticos pasa por su reabsorción” (p.116-117).

Esta concepción negativa de la dimensión comunitaria ha sido compartida tanto por las ideologías de derechas como de izquierdas en el espacio cultural occidental. Se trata de hecho de un prejuicio propio de una parte del pensamiento occidental moderno.

Cultura comunitaria, cohesión social y pluralismo cultural

En la definición de una nueva ciudadanía, encontramos la preocupación por hacer frente al desafío del pluralismo cultural, (con el fin de eliminar los riesgos) los posibles peligros para la cohesión social que este podría comportar. Nos referimos entonces a una “cultura pública” que es definida generalmente dentro del marco del Estado-Nación y que se identifica con el gobierno, los poderes y el sector público incluyendo la sociedad civil en su conjunto.

Me parece de cualquier forma muy difícil el poder descifrar el desafío del pluralismo cultural por una aproximación fundada solamente en la cultura pública común, pues esta, restando en el interior del cuadro referencial del individuo y de la colectividad, acaba confundiendo la cohesión social con la uniformización y la homogeneización. Se busca entonces las similitudes para constituir un denominador común que aseguraría la paz social, esperando que las diferencias van a desaparecer o, al menos, van a refugiarse en los espacios privados.

Pero si nos situamos en la perspectiva de la cultura comunitaria, comprendida como aquella que es creada y desarrollada por las personas y las comunidades mismas a partir de su contexto vital, y que está destinada a asegurarles una vida (desarrollada) en comunión con toda la realidad, la visión de la cohesión social deviene radicalmente diferente. Esta sobretodo aparece como estando fundada en la búsqueda de la solidaridad comunitaria, que tiene como objetivo facilitar, menos en hacer entrar el mundo dentro de un marco determinado, que en asegurarle una vida digna y plena. Una vida fundamentada en lo que son las personas y las comunidades, en sus aspiraciones, en sus concepciones de la vida, sus visiones del mundo, sus conocimientos y sus saberes. En este sentido podemos afirmar que las comunidades poseen unas culturas económicas, educativas, sociales, médicas, judiciales… las cuales no tienen porque concordar a la fuerza con las orientaciones del Estado y de la cultura ciudadana.

La cohesión social tiene necesidad de la pertinencia comunitaria de las personas, ya que ésta da un espacio de socialización personalizado, concreto y no anónimo, ligado no a principios abstractos, lejanos y uniformizantes, sino a relaciones verdaderas; todo encuadrado en una cierta visión del mundo y de la vida humana. Es a partir de esta pertenencia que las personas pueden establecer relaciones con otras personas que no comparten la misma pertenencia comunitaria. Es dentro del (interfaces) de esta relación que puede fundarse la cohesión social; y no en la negación de alguna de estas pertenencias en pro de una resolución abstracta, objetiva, racional y estandarizante. El horizonte hacia el cual uno se orienta deviene entonces menos el de definir un denominador común que el de establecer los espacios y los lugares de diálogo y de intercambio entre las diferentes comunidades.

Si el diálogo tiene lugar, se asistirá -seguro- a un enriquecimiento mutuo entre las diferentes culturas comunitarias que transformará a todas sin estar en condiciones de prever que caminos van a tomar estas transformaciones. Es en esta orientación de diálogo que se sitúa el desafiamiento del pluralismo cultural, y no a través de la integración dentro de un cuadro legal y racional.

Hay que señalar que esta cuestión de pluralismo cultural no concierne exclusivamente las relaciones de las “comunidades culturales” con la “sociedad de acogida”, sino también las diferentes concepciones y visiones de la vida que se pueden encontrar en la misma “sociedad de acogida”. Se da por descontado muchas veces que esta es homogénea en sus valores y sus concepciones de la vida y del mundo, cosa que no es tal.

Por desgracia, la omnipresencia del Estado-Nación y de la cultura pública de la ciudadanía ha hecho desaparecer o ha reemplazado en gran parte en Occidente la presencia de las culturas comunitarias, cosa que las convierte en poco o nada visibles. Por contra, observando la realidad de otras culturas menos modernas, podemos constatar que las dinámicas comunitarias están en la base de la dinámica de la sociedad, mucho más que el estado y la cultura de la ciudadanía(5). La presencia en Québec de otras comunidades distintas a las de origen occidental moderno, junto con la crisis del Estado como modelo de organización de la vida social, podría servir al reforzamiento de las culturas comunitarias de aquí.

Exclusión social y exclusión comunitaria

Otra preocupación que encontramos en el momento de redefinir una nueva ciudadanía es la de la exclusión social, que hace rabiar actualmente tanto en el Norte como en el Sur, especialmente por el medio de la exclusión económica. La pobreza y la miseria devienen, cada vez más, realidades sociales incontrolables. Esta exclusión es ciertamente el resultado –en gran medida- de la falta de respeto al contrato social, por parte del liberalismo económico y del Estado-Nación, pero la simple formulación de un nuevo contrato social en el marco de una nueva ciudadanía me parece insuficiente. Es necesario, a mi entender, ir más lejos y tener el coraje de plantearse tres cuestiones esenciales:

¿la ideología del individuo, de la autonomía, de la colectividad y de la cultura pública del Estado-Nación no es la fuente misma de esta exclusión?.
¿ podemos tener como alternativa la pertenencia comunitaria como siendo el proceso por el cual oponerse esta exclusión, dando a las personas un espacio de realización y desarrollo personal?.
¿ podemos preveer incluir en el análisis de la exclusión social otros elementos que depasan la dimensión económica, como serían la exclusión en relación a la naturaleza (por voluntad de dominación); los ancestros (por la creencia que el mundo comienza con nosotros); la dimensión espiritual (por la convicción que nosotros somos el principio y el fin de toda cosa); al Ser (por la pulsión de controlarlo todo); a la dimensión contemplativa (por la voluntad de comprenderlo todo por la simple razón)?.

Analizando los factores que se encuentran en el origen de la exclusión y de la desintegración social, habría que poner mayor atención en el sitio que tiene la destrucción de las pertenencias y de las relaciones comunitarias propias de toda sociedad moderna. Esta destrucción coincide con el inicio de la cultura pública del Estado-Nación en todas las dimensiones de la vida social, sustituyendo las iniciativas comunitarias de la base. Este proceso de destrucción, más antiguo en las sociedades occidentales, es ahora activo en muchas sociedades de los países del Sur, con los resultados negativos que esto conlleva(6). La exclusión comunitaria corta las raíces de la persona con su comunidad y la sitúa sola frente a la “megamáquina” del estado y de la economía de mercado: el camino de la exclusión social está entonces ampliamente abierto.

La reconstrucción de la dimensión personal y comunitaria conlleva una cierta garantía de resistencia frente a la exclusión social y económica, ya que de entrada la persona no queda reducida a un simple consumidor o usuario de servicios. Ella puede ser sostenida por su comunidad por los espacios de solidaridad. En ciertos casos, hasta las iniciativas comunitarias pueden sustituir las leyes del mercado y las de los estados(7). En la práctica esto quiere decir que en muchas de las iniciativas de resistencia frente a la ausencia de compromiso del estado y de los ciudadanos en muchos aspectos, deberá promoverse también iniciativas de reconstrucción y de redefinición de los espacios de pertenencia comunitaria.

No debería (de cualquier modo) reducirse la pertenencia comunitaria a una simple estrategia para hacer a los problemas económicos, ya que esta comprende el ser en su globalidad. Es por esto que debe velar por el hecho de que la pertenencia comunitaria abarca las distintas dimensiones de la realidad, es decir, lo humano, lo cósmico y lo divino. Es en la relación entre estas tres dimensiones que la comunidad, en su totalidad, encuentra su fuerza y su vitalidad.

Si somos capaces de abrirnos a esta perspectiva, podemos ser capaces de descubrir que la exclusión socio-económica no es nada más que el resultado de una exclusión más profunda, que divide y fragmenta la realidad. La confianza de las dimensiones personales y comunitarias deberían permitirnos recomponer esta realidad fragmentada para que la economía, la política, la justicia social, la espiritualidad, el trabajo, la fiesta, no continúen siendo mundos separados en perpetua confrontación.

La pertenencia comunitaria en el corazón de la ciudadanía: algunas pistas de acción

La reconstrucción de la pertenencia comunitaria nos aparece como una condición (a priori) en toda reformulación de la ciudadanía. Debería dejarse de hacer de la cultura de la ciudadanía, del Estado-Nación y del desarrollo el primer punto de referencia de nuestra vida social, con el fin de situar la vida comunitaria y, pues, la persona y toda la realidad comunitaria. La cultura de la ciudadanía sería entonces una dimensión, ciertamente útil, pero secundaria respecto a la primera.

La persona y la comunidad, antes que el individuo y la colectividad, deberían ser los principales puntos de referencia en los programas de educación(8). Esto quiere decir, entre otras cosas, que además de hablar de derechos, libertades y responsabilidades, deberá hablarse también de las raíces, de las relaciones personales, de las creencias, de los valores, de los mitos, de la visión del mundo, de la concepción, de la dignidad y de la buena vida, de los saberes y de las prácticas comunitarias…

La autonomía personal no debería ser situada como el objetivo esencial de la vida humana para adoptar la solidaridad comunitaria, comprendida no como algo simplemente utilitarista, sino esencialmente humano, como formando parte del orden normal e intrínseco de las cosas. Esta solidaridad debería (oponerse tanto a) la exclusión social como la exclusión cósmica (de la naturaleza) y aún la exclusión espiritual. Como nos dicen desde siglos los autóctonos de América del Norte, todos (hombres, animales, plantas, tierra, estrellas, espíritus) somos parte del gran círculo de la existencia, que incluye toda la realidad.

La definición de lo comunitario no debería ser reducida a un conjunto de servicios ofrecidos por organismos no gubernamentales y las distintas iniciativas comunitarias no deberían ser concebidas solo como soluciones puntuales a problemas específicos. Estas iniciativas pueden devenir alternativas radicales y permanentes a la cultura dominante del desarrollo y del progreso(9). La crisis del Estado-providencia, (a pesar de todo su) negativo, puede representar una excelente oportunidad para relanzarlas.

Las iniciativas y estrategias comunitarias de las culturas no occidentales no deberían ser vistas como un peligro para la cohesión social, sino sobretodo como una ocasión de enriquecimiento cultural para hacer frente a todo tipo de exclusiones. En lugar de la simple integración de estas culturas a la cultura dominante de la ciudadanía del Estado-nación, debería establecerse un diálogo activo sobre los saberes y prácticas presentes en estas comunidades, a partir del cual se podría, si fuera necesario, establecer una cultura pública común.

El reforzamiento de los espacios e iniciativas comunitarias a todos los niveles (barrios, pueblos,-clases sociales, de situación-económico, escolar) será al menos tan importante como la formulación de nuevas leyes y de otros mecanismos legales (pueden ser necesarios como son).

En definitiva se trata de resucitar la comunidad y la persona en el corazón de nuestra vida social, subordinando a ellas la ciudadanía, el Estado-nación y el desarrollo. Un desafío creador nos espera.

Notas

1. Este artículo fue publicado por el autor en “Options CEQ”, no.11, automne 1994.

2. Para ver información detallada entorno a la configuración de la identidad individual en la cultura occidental, ver el libro del antropólogo Louis Dumont, Essais sur l’individualisme.Une perspective anthropologique sur l’idéologie moderne, París, 1983, Seuil (Collection Esprit).

3. Tristemente hemos asistido en los últimos 15-20 años a una utilización abusiva de la palabra comunidad, hasta el punto que es actualmente vacía de sentido. En este artículo entiendo principalmente por comunidad una realidad humana, constituída por personas que han construido unos espacios relacionales durables y que comparten, bien un mismo origen familiar o étnico, una misma visión del mundo, un proyecto de vida, una lengua, una historia común, una religión.

4. BADIE, Bertrand, L’État importé. L’occidentalisation de l’ordre politique, (París), Éd. Fayard, 1992.

5. Cf. Gustavo ESTEVA, “Une nouvelle source d’espoir: les marginaux”, en Interculture, vol.XXVI,no.119, (Montréal), Institut Interculturel de Montréal, 1993. En este artículo el autor analiza, a partir del barrio de Tepito, las posibilidades y límites de las dinámicas comunitarias para hacer frente a la exclusión y a la desintegración social.

6. Cf. BADIE, op.cit., para un análisis detallado de la fallida de la exportación del Estado-nación a las sociedades no occidentales, especialmente en Africa.

7. Cf. Los distintos cuadernos de la serie “Alternativas endógenas y vernaculares” de la revista Intercultural editada por el Instituto Intercultural de Montréal, 4917, rue St-Urbain, Montréal (Québec), H2T 2W1.

8. Cf. el artículo de Sally BURNS, “Citizenship or Community Understanding?_The Welsh Alternative”, en el cual se presenta un estudio comparativo entre dos documentos de uso escolar, uno del País de Gales, fundado sobre la comunidad, el otro de Inglaterra, fundado sobre la ciudadanía. La conclusión del autor es que el documento del País de Gales está mejor preparado para sensibilizar a los niños para la vida comunitaria con todas las implicaciones de actitudes activas que esta conlleva, mientras que el de Inglaterra comporta una educación más pasiva de aceptación del statu quo y de las leyes que (en découlent).

9. En este sentido cabe señalar que en distintos países del Sur, frente a diversas situaciones socio-económicas insostenibles, y vista la fallida del estado importado del Norte, la gente retoma iniciativas enraizadas en las comunidades, reivindicando a la vez las propias tradiciones y creando así nuevas formas de solidaridad comunitaria. Ver el libro de Emmanuel N’Dione Dakar, une societé en grappe, (París/Dakar), Karthala/enda-Graf-Sahel, 1992.

Artículo extraído de: Boletín ICCI-ARY Rimay, Año 6, No. 61, Abril del 2004